opinión
El mito de la posteridad
La posteridad es un invento para el que se queda; ya señaló Marcel Duchamp que al final «los que se mueren son siempre los otros». La soledad en la vida y el silencio de la muerte. La vida la vives o la mueres, como la obra
fernando rodríguez lafuente
¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!» Son las palabras finales, a manera de advertencia publicitaria, de una prodigiosa novela, Bajo el volcán , de Malcolm Lowry , y es el comienzo del fin de un mito, ... el de la posteridad. Más allá del tópico, que no lo es, de Max Brod y la edición póstuma de las obras de Kafka, que el propio autor no quiso publicar e incluso dejó escrito que se hicieran desaparecer, las palabras de Malcolm Lowry ilustran sobre el sentido o sinsentido que tiene para un escritor un reconocimiento póstumo.
¿Cómo se muere literariamente? Por el olvido, pero para un escritor la muerte literaria es la misma muerte, el fin de su vida, la que termina con su obra. Después, los reconocimientos que pueda recibir es comprensible que poco le interesen, si se permite la broma macabra, porque difícil es que pueda disfrutarlos. Lo cuenta, de manera ejemplar, Charles Bukowski hacia 1979: «Lo peor de todo es que algún tiempo después de mi muerte se me va a descubrir de verdad. Todos los que me tenían miedo o me odiaban cuando estaba vivo abrazarán de repente mi memoria. Mis palabras estarán en todas partes. Se crearán clubes sociales y sociedades. Será como volverse loco. Se hará una película de mi vida. Me pintarán mucho más valiente de lo que soy y con mucho más talento del que tengo. Mucho más . Será como hacer vomitar a los dioses. La especie humana lo exagera todo: a sus héroes, a sus enemigos, su importancia».
«¿Por qué publicamos?». Borges contestó: «Para dejar de corregir»
Ese descubrimiento «de verdad» al que alude con sorna y sabiduría, y jocosa melancolía, nada le incumbe al escritor. Para él la posteridad no existe, no la disfrutará. Ha muerto; para unos, los que alcanzaron cierto reconocimiento en vida, la posteridad cambiará, suele ser habitual, las tornas , y del esplendor que gozó vivo pasará, salvo instalarse en el pabellón de los clásicos, al ostracismo, lenta pero implacablemente; para otros, los que consideraron que no se les había reconocido en vida, caso de Kafka, de Pessoa, de Ramón Gómez de la Serna y de tantos otros, su obra conocerá un renacimiento memorable, ¿y de qué les servirá?
Todo es circunstancia
La posteridad es un invento para el que se queda; ya señaló Marcel Duchamp que al final «los que se mueren son siempre los otros». La soledad en la vida y el silencio de la muerte. La vida la vives o la mueres, como la obra. La muerte fija todo y anula el sentido . No hay manera de contemplar las cosas que vienen, pasan y se van sino como un sueño de intervalos felices. No hay otra. Ya sentenció Gracián que «todo es circunstancia». Un autor quiere, busca ser reconocido en vida. He ahí la razón de publicar. No es una cuestión fácil.
Para el escritor la posteridad no existe, no la disfrutará. Ha muerto
Sabios hasta la broma privada , en una de las comidas que celebraba los domingos en Buenos Aires, allá por los años treinta del siglo pasado, Jorge Luis Borges con Alfonso Reyes, entonces embajador de México en Argentina, este le preguntó a Borges algo sustancial: «¿Por qué publicamos?» Y lo que hoy se tiñe de cierta sorna no lo es en absoluto, pues Borges le contestó: «Reyes, para dejar de corregir». Claro. Pero ocultaba un truco.
Es cierto y es falso. Se publica, en el caso de ambos -no en el del común, por ganar dinero, por vivir de lo que se escribe y demás-, y en el de los otros, también, por mor de un narcisismo, legítimo sin duda, por una inocente vanidad , y, en los más pintorescos ejemplos, por una secreta soberbia de saberse imprescindible, necesario, con la juvenil idea de transformar con sus escritos las sociedades. De ahí que la falsa modestia de Borges desviara el asunto a un mero juego de correcciones.
Entre copas de champán
Vale, también, el ejemplo del personaje de Dominique Sanda en Novecento, película-folletín con voluntad épica de Bernardo Bertolucci . Ella es una poeta futurista, y como tal, lo que le lleva a escribir es el momento, la experiencia del presente, sin más; por eso en una de las escenas, después de leer sus poemas a Robert de Niro, entre copas de champán y una alocada y vertiginosa carrera en un coche deportivo (muy futurista de entonces), los arroja a la carretera, los olvida, son pasado. La trascendencia así es el presente, el momento; lo único, cabría aventurar, que poseemos. Si el futuro no existe, y es obvio, para qué la posteridad .
La posteridad es un invento para el que se queda
Declaraba hace unas semanas Rafael Reig: «Me hace llorar que las cosas (libros, fotografías, objetos) duren más que las personas». La tremenda experiencia de pasear y mirar entre los libros de la biblioteca de alguien que ha muerto es un viaje a la melancolía más extrema. Ahí se quedan huérfanos los volúmenes, a la espera de que sean otros quienes los posean, los lean, les añadan marginalias.
Es semejante a las obras de un autor. Al escritor de nada le sirve la posteridad. Les sirve, valga decir, a sus postreros lectores, «a sus hijos», esos de los que Lowry ya advertía que uno debe cuidarse.
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