UNA RAYA EN EL AGUA

ARIAS Y CAÑETE

IGNACIO CAMACHO

La antipática campaña electoral es el precio que Rajoy le ha puesto al influyente cargo de comisario europeo

DETRÁS de esa cara de elfo jovial, de gnomo vivaracho con gota de buen comer, se esconde en Miguel Arias Cañete un político cuajado y con mucha ... mili, curtido en el baqueteo áspero de la vida partidista, con el culo pelado de horas de negociación, las suelas gastadas de patear terrones y las manos encallecidas de estrechárselas a perfectos desconocidos con la cordialidad dicharachera de un miembro de la familia. Un todoterreno que ha sido concejal en el Jerez de Pacheco y ministro con vara alta en la moqueta bruselense, un aparatchik que ha ayudado a ganar congresos a toque de silbato y se ha fajado en la desapacible soledad del puerta a puerta con esos electores que miran al postulante con cara de marciano. Impremeditado, cercano, desaliñado, desenvuelto y cachondo tiene su punto débil en una espontaneidad castiza que lo convierte en objetivo preferente de la cacería de gazapos; pudiendo ser el epítome del clásico dirigente de una derecha cosmopolita y políglota, europeísta y liberal, se ha dejado convertir en icono de un conservadurismo campechano, agrario, aseñoritado y algo rancio, a contramano del paradigma líquido y estilizado de la posmodernidad política.

A este tipo capaz de resistir como ministro mejor valorado de un Gobierno en llamas –después de haber sido el más impopular del Gabinete aznarista– y de sobrevivir a la ingestión profesional de chuletones de ternera loca, bichos crudos y yogures caducados, le ha encargado Rajoy la misión de ayudarle a ganar unas elecciones con muy mala pinta, rodeadas de una atmósfera de cabreo popular, en las que el candidato oficial ha de poner su cara en los carteles para que se la partan. Es el precio, la factura con que el presidente ha tasado el cargo de comisario europeo, el fielato de un puesto que convertirá a Arias, que quería ser ministro de Exteriores, en el español más influyente de la UE. Pero antes tendrá que fajarse en el barro de una campaña mal aparejada y poco apetecible, cuya temperatura oscila entre el desencanto de los simpatizantes y la ira de los adversarios. Después de presumir de ducharse con agua fría le espera un baño de inmersión en una piscina helada.

Ayer le dijo a Susanna Griso, en un displicente alarde de suficiencia, que le preocupa más la abstención que su rival Elena Valenciano, a la que piensa aburrir en los debates con su empollón conocimiento de los 358 prolijos artículos de la Constitución Europea. Su objetivo son los votantes tradicionales del PP, el suelo electoral de un partido abrasado por el desgaste de maltratar a los suyos, y su estrategia consiste en movilizarlos con el mensaje simple de que peor estarían con los otros. Esta semana abandonará el viejo caserón ministerial de Atocha, cuya galería de retratos parece un callejero de Madrid, y abordará con espíritu militante la enésima transformación de sí mismo: dejar de ser Arias para convertirse en Cañete.

ARIAS Y CAÑETE

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