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por carreteras secundarias

Toda frontera es artificio

Sea el que sea el que elijamos, acabamos haciendo la caligrafía del viaje, tal vez una letra o una palabra que se pueda leer desde los balcones del cielo

corina arranz

alfonso armada

Tal vez fue camino, y de alguna manera lo sigue siendo, porque toda carretera en realidad lo es. Por el de Arquillinos, ZA-714 , hacia Torres del Carrizal y Zamora, retomamos la hoz del viaje. Sea el que sea el que elijamos, acabamos haciendo la caligrafía del viaje, tal vez una letra o una palabra que se pueda leer desde los balcones del cielo, que todos los noticieros machaconamente reiteran que nos va a freír este verano. Un estío de los de recordar en los anales, con casi todo el mapa de España, salvo el rostro Atlántico y algunas islas, coloreado de un bermellón que ya se va volviendo cadmio, de infierno para todos, tan temido. Entre campos rojos labrados y campos amarillos segados. La bandera es una estilización del mapa real de España , un artificio bicolor que se asoma a las pantallas cada vez que hacemos parada y fonda y en los televisores dan cuenta de ese esfuerzo ignoto y tan infantil de correr, saltar, pegar, driblar, nadar, pedalear, golpear mejor que nadie.

Torres del Carrizal es un museo al aire libre de esculturas que celebran las labores del campo, tan dejadas de la mano de Dios (es decir, de los hombres), para nuestro gran pesar. ¿De qué vamos a comer? ¿Qué haremos? Enlazamos, que es un verbo nupcial, con la CL-612 que va a Zamora. Hace tanto calor que cuando el sol vierte plomo fundido sobre la vertical de la nuca y del campo los girasoles, agostados, miran al suelo en vez de al cielo. Nos cruzamos con otros nada sutiles compañeros de viaje, pero que misteriosamente nos atraen a pesar de su envergadura y de su peligro: a la entrada de Zamora parece dirigirse apresurada hacia no sé dónde una cuadrilla de postes de alta tensión. ¿Qué hubiera hecho el Caballero de la Triste Figura con ellos? ¿Qué descalabros mortales no hubiera sufrido —y con ellos la novela— si lanza en ristre los hubiera embestido?

Salvamos la lámina caudalosa del Duero y solo verlo ya se nos alegra el alma. No diremos que no son hermosas las tierras que no tienen agua. Hay pueblos que por la lotería del nacimiento se han tenido que adaptar a las condiciones del desierto, pero un río –y más si arrastra aguas para quitarle la sed a más de una ciudad y a los campos por los que rumorea y se entretiene poniéndose melindroso y haciendo de la erosión meandro–, es una bendición . La CL-527 nos lleva a Bermillo de Sayago , donde no quisiéramos dar pábulo a lo que Cervantes escribió del sayagués. “Si te cruzas con una serpiente y un sayagués, mata al sayagués y respeta a la serpiente”, nos ilustraron más arriba de la capital de la provincia. Repitieron el dicho sin más malicia que la certeza de que a menudo los refranes dan cuenta de afrentas y averiguaciones ancestrales. Que se lo digan sino a los gallegos, que como todo gentilicio arrastra cuarzo, feldespato y mica. Que ahora los políticos le quieran enmendar la plana a la lengua añadiéndole unas cuantas alpacas de mejunje políticamente correcto habla de las buenas intenciones de los ángeles fieramente humanos, y de la no poca tontería que impera con el afán de corregir nuestra ruin naturaleza. Puede que la lengua no sea inocente, pero desde luego no es tonta . Cierto también que no es del todo empeño vano, que hay serpientes que merecen ser extirpadas, y no solo el deporte pre-olímpico de lanzamiento de cabra desde campanario o la infame tradición cultural de cortarle el clítoris a las niñas.

Pero en llegando a Bermillo de quien más nos acordamos no es de Cervantes sino de un ilustre heredero de la lengua, peruano para más señas. José María Arguedas hizo de Bermillo en los años cincuenta del siglo pasado el centro de sus investigaciones etnográficas , que plasmó en un libro que muchos sayagueses atesoran como obra viva de su pasado, al que pocos como el atildado peruano prestaron tanta atención, para resquemor de la Guardia Civil, que se interesó por las idas y venidas de este comunista y gran prosista que acabó quitándose de en medio por su propia mano años después en su país natal. De todo ello da cuenta con fervor y sintaxis que da gusto navegar un compatriota de Arguedas que atiende por Gabriel Arriarán y que en FronteraD dio cuenta de ello para quienes quieran leer Bermillo de Sayago a través de los ojos de un enamorado de todo lo que la realidad contiene.

Escribe Arriarán del paso de Arguedas por este sitio: “tal como hoy guardamos las fotos de nuestros abuelos y bisabuelos en los álbumes familiares, o las exponemos enmarcándolas y colgándolas de las paredes, los pobladores de Bermillo han expuesto fotos inéditas que Arguedas tomó de sus antepasados pero que no publicó en su etnografía. Son fotos que se suman a las que aparecen en el libro, que retratan la cotidianeidad del pueblo hace 53 años: a doña Sabina desyerbando su huerto, a un labrador montado en un burro, que hacen aflorar recuerdos de personas, inconfundibles en las romerías a la ermita de Gracia, de niños jugando, hoy ya ancianos o muertos, de mujeres lavando la ropa en charcas como la de Fuenterrosa, de gente que pertenece a algún pueblo de los alrededores o que simplemente está por morir en la memoria de sus vecinos. Así, los sayagueses han dejado implícitamente entrar a sus casas a esta presencia que aún los observa desde el otro lado de la lente. El autor del libro es también uno de los fotógrafos del pueblo y en parte autor del álbum de fotos de esta familia extensa ”.

No vamos a quedarnos mucho tiempo, que son otros nuestros imanes del día, pero en La Vereda , a la entrada de Bermillo, donde paramos a matar el hambre, le pregunto a la camarera si le dice algo el nombre de José María Arguedas , y mueve la cabeza como si fuera chino. Pienso cuál sería el resultado de la encuesta si indagara en las mesas en las que se juega al dominó mientras en un televisor con la voz en ON el Telediario nos hace creer que la actualidad es la realidad y en otro mucho más grande y con el sonido en off croatas y españolas juegan a un juego llamado balonmano. Gracias a la CL-527 llegamos a Fermoselle y vemos un tranco del Duero y las tierras de Portugal. Sobre el quitamiedos, a la sombra de una encina, un paisano es interpelado por otro que llega:

–¿Qué haces?

–A la sombra.

De la ZA-316 , casi sin darnos cuenta, como si el coche fuera pisando huevos, pasamos a la SA-316 . Olivos, higueras, bancales y una carretera de las que nos gustan , serpenteando al sol entre quitamiedos de vieja piedra gastada por las intemperies. Es el Tormes el que separa Zamora de Salamanca, por un puente consagrado a San Lorenzo, que nunca viene mal, por si las moscas. Estamos ya en el interior del Parque Internacional de los Arribes del Duero , y enseguida nos asaltará la duda del género , porque en la memoria traíamos la certeza de que los Arribes siempre fueron machos, y sin embargo al pasar de Zamora a Salamanca serán las Arribes. En cualquier caso pronto aprenderemos que se trata una herencia galaico-portuguesa, que estas tierras fueron repobladas, entre otros, por gallegos, y a la ribera se llama riba, y por ahí, por esos acantilados lingüísticos y graníticos se llega al tajo por el que ha hecho su cauce el Duero, que al otro lado se llama Douro siendo el mismo río el que nos lleva. En el bar Mochuelo , en un pueblito tostado llamado Trabanca , como en el San Lorenzo, de Valdevimbre, volvemos a ver a las españolas bailando (esta vez un tango) en el agua de una piscina de Londres mientras los paisanos juegan a las cartas e ignoran los Juegos Olímpicos. Claro que en este caso el camarero forma parte del cuarteto del tute y ha de dejar la partida en suspenso de blasfemias y arrastres para atender a los que llegan de ninguna parte para irse a otro sitio semejante.

Por la CM-124, y tras descifrar a unas cuantas vacas mimetizadas con el pasto, llegamos a Villarino de los Aires , que se anuncia como “puerta de las Arribes. Frente a un burro de piedra, una anciana y su probable hija aguantan el tirón del sol a la sombra de una pared donde se lee “Se vende”, como si no les concerniera. Luego, robles y nubes, y el arroyo de la Gorda, profundamente metido en una garganta de rocas apretadas. Ni un alma. Entre Trabanca y Aldeadávila de la Ribera, nuestro destino de esta noche, nos cruzamos solo con un coche de la Guardia Civil. Tras Masueco , donde nos da la bienvenida a caballo un viejo hidalgo local que, con gorra castiza, parece inmune a la torrija, y Corporario , de donde parte el camino hacia la Playa del Rostro y los “paseos en barco”, por fin aparcamos el resistente Ibiza ante el hotel La Jara, que nos acogerá dos noches como dos pares de paréntesis.

Por una carretera no apta para el protagonista de Vértigo bajamos hasta el haz del río. El Corazón de Arribes (así se conoce el lugar desde la visita de don Miguel de Unamuno) regresa a puerto. Hacemos los arreglos para mañana formar parte del grupo de afortunados que surquen las aguas internacionales del Duero, y aprovechamos que estamos en la playa artificial para bañarnos. Es un eco lejano de la que, con el mismo nombre, pero salvaje, bañan las aguas heladoras del Atlántico en la Costa de la Muerte. El agua del río, remansada y quieta gracias a la gigantesca presa de Aldeadávila, 11 kilómetros río abajo, es aquí blanda y amable. Hasta el punto de que una vez se mete el nadador en su corriente tibia la tentación de ganar la orilla portuguesa es tan irresistible como si se le hubieran contagiado los afanes olímpicos.

Pese a la avanzado de la estación de asueto, Aldeadávila parece uno de esos muchos pueblos del interior de España que se han quedado al margen, que siguen su vida sin que le importe más que a sus vecinos. Con la noche entrada, y el calor todavía en pie de guerra, el recorrido por las viejas callejas en torno a la iglesia fundida con la antigua torre de Aldeadávila, que fue alcázar militar en el siglo XIII, se convierte en una especie de procesión por los secretos del pueblo. Porque en casi todas las casas donde todavía respiran inquilinos la costumbre es –como en tantas otras latitudes, todo sea dicho- sentarse a la fresca en poyos, sillas de anea, o lo que sea. Una pareja de ancianos sin prejuicios ha optado por tumbonas de playa a la puerta de su garaje . Hay conversaciones cuando a los propietarios se suman vecinos, porque otras parejas (como la del garaje) se refrescan en mortal silencio, dejando pasar las horas hasta que llega la de recogerse. Ceremoniosos, acceden a romper su silencio con un quedo “buenas noches” al “buenas noches” del que silencioso pasa.

El barco se abre paso entre las aguas con el suave petardeo del motor, que durante la primera parte del crucero, río abajo, acaba cubriendo la voz de Elvira Pereña, la guía , que sabe de lo que habla cuando se refiere al microclima que aquí, en estas orillas escarpadas, es mediterráneo, de ahí que abunden olivos, naranjos, viñas y limoneros. Alimoches, águilas reales, buitres, cigüeñas y cormoranes dominan el cielo y a menudo el agua, aunque sean solo los cormoranes, “que han venido del mar”, los únicos que han aprendido a pescar. La vida en el río que fue y sigue siendo frontera. Ya no haya carabineros, ni guardias, ni guardinhas evitando el contrabando que aquí fue ley de vida en los años cincuenta y los sesenta del siglo pasado, en gran medida gracias a las mercancías que Portugal importaba de sus colonias y deslizaba con astucia al otro lado ayudándose de burros más listos que la policía y no pocas veces con tirolina.

Pero casi toda la economía de las Arribes, sobre todo del lado español, orientado al norte, y por lo tanto mucho menos fértil y amable que el portugués, que disfruta del sol del mediodía (de ahí que sus bancales sigan luciendo más cuidados y hermosos), se desvaneció en los años sesenta y setenta, por la emigración masiva a las ciudades. Nuestra guía trata de hacernos entender que aunque en la era Terciaria toda la parte oeste de la futura Península Ibérica basculó hacia el Atlántico, en esta meseta paleozoica había una grieta que acabó llenando un río. Con el fervor de la erosión, que es todo un ejercicio de paciencia, el río fue dándole forma a lo que los futuros dueños de este mínimo fragmento del mundo aprovecharían para convertir en frontera internacional . Unos (españoles) y otros (portugueses) partieran en direcciones opuestas a conquistar el mundo y a buscarse una identidad. Llegaron al acuerdo, sin embargo, de repartirse los 120 kilómetros de frontera y sobre todo de inocencia del río, y levantar cinco presas (tres lusas, dos hispanas) para hacer luz reteniendo y soltando el agua que fluye.

Donde recrea la suerte Elvira Pereña, que podía haber sido maestra (si es que no lo ha sido), es en la historia de los cabreros y sus habilidades para ganarle la partida al hambre. Hasta diez familias de cabreros vivieron durante más de medio siglo en la orilla hispana del río. Sus casas no eran más que chozos (cabañas circulares de piedra, como garitas un poco más holgadas, con falso techo de cúpula), sin ventanas, donde convivían padres e hijos con un cordel y una manta a modo de pared. Entre las astucias del cabrero que más tiempo resistió las fatigas de unas laderas que no dan tregua, Elvira Pereña recuerda la de descolgarse con una cuerda sobre el nido del águila para robarle la caza que traía para sus crías. El mismo betijo que le ponía a los chivitos en la boca se lo ponía a los aguiluchos para que no comieran unos y no mamaran otros más de la cuenta. Pero no les dejaba sin comer, que si el águila se los encontraba muertos no habría más servicio a domicilio. En este toma y daca de la supervivencia, el águila también le robaba al cabrero algún chivito. Quid pro quo . Hasta 23 años estuvo viviendo en su chozo una familia renombrada por su olvido. El jefe de la tribu iba una vez al año a Aldeadávila para ponerse en manos del barbero, mientras que la mujer frecuentaba el pueblo para, a cambio de la leche y el queso y la carne de las cabras, hacer trueque en aquella economía de subsistencia y autoconsumo hoy desaparecida.

Volvemos a la playa después de una travesía que en hora y media nos ha permitido asomarnos a la presa desde su botín de agua y asombrarnos de los abrumadores acantilados, llamados picones, algunos con apellido: como el de Felipe (un vecino de Aldeadávila que enamorado de una portuguesa llamada Casilda se empeñó en desmocharlo a martillazos: un empeño tan español como su resultado) o el del Fraile (porque parece un púlpito). Ninguno es apto para quienes sufran vértigo. Pero la majestad del río y la resistencia de la presa (la joya de la corona de Iberdrola) merecen el contraste entre navegar la piel verdosa del río y luego contemplarlo desde las alturas, quinientos metros en vertical.

La luz declina. Se van los bañistas, llegan los pescadores. También se va el grupo de jóvenes, arquitectos o estudiantes de arquitectura, que debaten apasionadamente en la orilla sobre su futuro y las diferencias entre la vida de sus padres y la que podrá acabar siendo la suya. La discusión es tan intensa como cordial. Se preguntan si, como es casi lugar común, será la primera generación en unos cuantos año que vivirá peor que sus padres. “Muchos tendremos formación de ricos, pero vida de pobres”. Pero también se preguntan por el verdadero significado de ser pobre y las ventajas del antiguo nuevo rico obligado a aprender a vivir con menos. No se quieren ir de España, aunque no lo descartan. Hay quien ya ha vivido fuera (en Dinamarca, en el Reino Unido) y no le ha ido mal. Se llaman Andrea, Lucía, Rodrigo, Daniel, Laura… Podrían ser personajes de otra novela y otro río, El Jarama, en otra era, que reflejó muy bien Rafael Sánchez Ferlosio, aunque ahora reniegue de ella. Sus inquietudes, su sintaxis, sus palabras son otras. Ellos creen que en España se ha construido demasiado y ha llegado la hora de no hacer más, de reciclar o rehabilitar lo que ya esta hecho. No construir nada, aprender a vivir de otra manera. En su mayoría no leen jamás periódicos, ni creen en los políticos. No todos se encuentran cómodos bajo el membrete del 15-M , del que hablan más como un estado mental que de un movimiento social. El debate no termina. Regresan a Villarino de los Aires , donde participan precisamente en un encuentro internacional dedicado a la autoconstrucción. “Tal vez vayamos a vivir peor, pero no sé si vamos a ser más pobres”. A la hora de medir la pobreza se sirven de otros baremos.

Vuelve a caer la noche sobre la ciudad y el río, sobre el artificio de la frontera y los embelecos de las palabras. Sobre las Arribes, los arribes, los olivos cultivados y los que nadie varea. En el monumento al cabrero, que sirve de puerta a Aldeadávila de la Ribera, un paisano llena un bidón de agua.

–¿Es potable?

–Si no lo fuera ya habríamos muerto todos en este pueblo.

–¿Queda vivo algún cabrero de las Arribes en Aldeadávila?

–Ninguno. Todos han muerto. Ahora ya no se hace nada aquí.

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