DÍAS de vino y rosas
El Bartolo
Como el café de Rick en Casablanca , y como todos los locales míticos donde el dueño aporta al establecimiento una personalidad y atmósfera propias, la taberna de Alfonso era conocida, incluso allende los mares, como el Bartolo
POR MANUEL PALENCIA
Sí, aquella logia era nuestra segunda casa; un hogar con los salones atestados de gente y perpetuamente en fiesta. Su ubicación en el Cristo de la Luz, a pocos metros de Alfileritos, no expresaba una geografía concreta y estable, pues el Bartolo se derramaba como ... las aguas de una fuente mágica por toda la ciudad, y en aquellos años era poco menos que imposible acabar un fin de semana sin haber traspasado su umbral, bebido su cerveza y gozado sus canciones. El responsable, el genial demiurgo, creador del sentimiento universal de acogimiento y comunión inexplicable que sentíamos todos allí, se llamaba Alfonso; o, lo que es lo mismo, Bartolo. Como el café de Rick en Casablanca , y como todos los locales míticos donde el dueño aporta al establecimiento una personalidad y atmósfera propias, la taberna de Alfonso era conocida, incluso allende los mares, como el Bartolo.
Los divertidos relatos trufados de anécdotas inverosímiles de este simpático tetuaní de vida frenética y descalabrada, nos mantenían atentos durantes horas a una exuberante verborrea en la que habitualmente se complacía en practicar algo tan sano como es reírse de uno mismo. Más tarde, después de un sinfín de prodigios y peripecias, y alcanzando todos ya una borrachera bien heterodoxa, le rozaba la melancolía y solicitaba su personal tócala otra vez, Sam , que se traducía en la magistral L. A. Woman de The Doors, con la que nos deleitaba algunas tardes recordando quizás a su propia y dulce Ingrid Bergman, ese ángel perdido que no acababa de llegar o de marcharse, pero que lo mantenía constantemente enamorado del género femenino y persuadido de que aún le quedaba París.
La Música entonces, a la par que la Literatura, era el lenguaje sagrado con el que nos estremecíamos los unos a los otros (también los unos a las otras), las manos que acariciaban, las primeras palabras de una conversación prometedora, el grito salvaje y recóndito que brotaba unánime de nuestro pecho y nos hacía únicos y hermanos. Los temas de Smiths, Church, Psychedelic Furs, U2, Motels, Chameleons, Violent Femmes o Godfathers, nos estallaban en el cerebro y el estómago despertando los fantasmas dormidos; sentíamos sus cristales por nuestras venas en un hormigueo inquietante, placentero, que nos recorría como una lava poderosa y oscura. También se daba entre nosotros un tráfico incesante de libros que devorábamos con pasión subidos a ese carrusel vertiginoso que otorgaba a nuestro mundo la tonalidad y los horizontes propios de los audaces y los delirantes. Sobre todo los franceses, Boris Vian y las dos Margaritas –Yourcenar y Duras–, nos tenían arrebatados de sueños y quimeras; luego, ese año, ganó el Nadal Manuel Vicent con su Balada de Caín , y nos prendamos de sus atardeceres cremosos sobre las dunas, borrachos de belleza.
Fue en una loca tarde de carnaval que Laura llegó al bar. Como siempre, estaba preciosa, iba disfrazada de alegría. Laura era una chica rara y hermosa, enamorada de un hombre muerto hacía quince años: Jim Morrison. Yo intentaba convencerla de que no se debe amar a un muerto, más que nada porque él no puede amarte a ti; pero ella, con una risa encantadora y silenciosa, se zafaba una y otra vez de mis argumentos y solicitudes como una corza que escapa al bosque. Le había prestado Grushenka de la colección La Sonrisa Vertical, ese anónimo ruso del XVIII, rompedor y sorprendente, que me mantuvo cautivado durante días y que esperaba la liberara de su yugo. Al tiempo que Laura me devolvía el libro envenenándome con su mirada, a nuestro alrededor se desarrollaban escenas surrealistas y dadaístas propias solamente del lugar donde nos encontrábamos: la gente se intercambiaba parte de sus disfraces mientras vasos y copas eran abandonados sobre las lámparas; Jechi bailó el I wanna be your boyfriend, de los Ramones, como si fuese una frenética sevillana; Tiberio, que trabajaba aquel día en el bar disfrazado de un pintoresco superhéroe llamado Rotor, golpeaba la barra con la cabeza protegida por un casco adornado de purpurina, y mientras los limpias de sus gafas se movían a máxima potencia, rogaba entre lágrimas que no se le pagara por divertirse; hasta la máquina del Tetris derramaba sus pequeñas geometrías formando un confuso revoltijo enmarañado.
Se apagaron las luces y comenzó a sonar el Only you de los Platters. En ese momento sentí que las manos de Laura trepaban bajo mi camisa con un apremio encendido de fiebre y sobrado de audacia. Escapamos hacia el almacén, un lóbrego y húmedo sótano abovedado donde licuamos nuestro deseo enardecidos. Cuando salimos una hora después, descubrimos que todos se habían marchado dejándonos encerrados por descuido. Las siguientes horas hasta nuestra liberación transcurrieron suaves y dichosas; sin embargo, ser el hombre que le hizo traicionar a Jim es algo que siempre debe pagarse con alguna maldición, porque cuando ahora pienso amartelado cómo guardo en la memoria sus nalgas de almendra y sus gemidos, descubro la estremecedora ironía: aún me mantiene allí atrapado junto a ella.
Entre las páginas de Grushenka hallé este poema.
Llévame,
llévame al claro del bosque
con el vestido blanco.
Asesinemos la luna,
la memoria.
Bésame,
bésame hoy con el fervor
de otro tiempo,
de otra angustia,
de otro aliento.
Ámame,
ámame en el temblor
de la lluvia,
hacia arriba,
siempre arriba,
hasta la cumbre
de mis sueños.
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