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Félix Urabayen: Dolor y amor por la ciudad dormida
A la vez que crítico insobornable, el navarro fue un panegirista devoto de Toledo, al que amaba y odiaba conjuntamente

Al cumplirse este año el centenario de su llegada a Toledo y el setenta y cinco aniversario de su huída precipitada, Félix Urabayen continúa siendo una especie de eterno desterrado que no acabara de regresar del todo a su ciudad adoptiva. Incansable flagelador de las lacras toledanas, sobre su imagen pesa la inercia de una posguerra de olvidos y calumnias; su obra sigue sin reedición y sus lectores han de buscarla afanosamente en bibliotecas y tiendas de viejo. Todo ello confiere al navarro-toledano cierta aureola de autor maldito, envuelto en la bandera de los perdedores de la Guerra Civil.
Con Félix Urabayen se corona el cómputo de escritores que en todos los tiempos han alzado su voz crítica contra los males tradicionales de Toledo: su apática decadencia y el expolio de su patrimonio histórico. El propio Urabayen indicó la existencia de cierto linaje de autores que casi hicieron un género literario del vejamen toledano: «Los poetas —escribió— han hablado mal de Toledo. Desde Quevedo a Zorrilla, exceptuando a Garcilaso (…) todos se han hartado de mantear la dignidad urbana de la ciudad por medio de cáusticos adjetivos».
UNA RELACIÓN DE AMOR-ODIO
A la vez que crítico insobornable, el navarro fue un panegirista devoto de Toledo, al que amaba y odiaba conjuntamente, como un Jano de dos humores contradictorios y alternos. En un momento podía escribir que «no hay nada más inmoral que la moral toledana»; y en otro lugar proclamaba que a Toledo «se le toma un cariño feroz, que se enraíza al alma para siempre y sin liberación posible». En ocasiones, este amor-odio se amalgamaba en la misma frase, como cuando confesaba a través de algún alter-ego: «A esta Toledo de carnes tan fláccidas, arrugadas y marchitas (…), se le toma un cariño feroz y sin liberación posible».
Gregorio Marañón, que le conocía bien como amigo suyo que era, señaló en «Elogio y nostalgia de Toledo» la contradicción en la que se movía el escritor: «Toledano fue Theotecópuli (…) como lo fue el inolvidable Urabayen, navarro por los cuatro costados, que pretendía disimular su absorción por la ciudad vetusta murmurando de ella, pero sin que le creyera nadie; como esos hombres que, dominados por una mujer hablan mal, de continuo, del sexo femenino en las tertulias de los cafés».
A Félix Urabayen se le trasparenta su amor por la ciudad en cada frase, incluso en aquellas que parecen colmadas de sarcasmo pero que en el fondo no son otra cosa que la efusión explosiva de un amor que no alcanza correspondencia. Urabayen hubiera podido susurrar de Toledo lo que Garcilaso de su amor imposible: «…Aquella tan amada mi enemiga»…
A través del personaje Fermín, en Don Amor volvió a Toledo, Félix Urabayen parece revelarnos su íntima vivencia toledana, semejante a un proceso de enamoramiento: «Destila Toledo ese aroma enervante característico de las ciudades vetustas, que obra como un beleño sobre las voluntades, adormeciendo el espíritu y anquilosando el cuerpo. Un individuo normal que cruza por vez primera la Bisagra o Alcántara, si permanece tres meses en Toledo, ya no se mueve jamás».
Y ciertamente que Urabayen, salvo periodos muy limitados, no se movió de Toledo durante veinticinco años. Esperaba —así lo dejó escrito— que su último viaje recorriera «el caminito de cipreses que arrancan de San Eugenio» y descansar para siempre «bajo esta tierra milagrosa», pero no pudo ser. Al final tuvo que marcharse con urgencia y sin retorno, obligado por la furia de lo que él creyó inicialmente que se trataba de una simple «intentona fascista».
GUSANOS, LARVAS Y RATONES
Ningún otro escritor ha ido tan lejos como Urabayen en el zarandeo de la autoestima toledana, y en esta materia de vapuleos por amor, su mayor audacia consistió en calificar a la sociedad toledana de «gusanera» y a sus conspicuas gentes de «larvas».
Uno de los personajes de «Don Amor volvió a Toledo», observando la panorámica de la ciudad, presiente «el rumor de la gusanera que empezaba su trabajo con la misma indiferencia que si actuasen sobre un cuerpo vivo». El excelso paisaje toledano se nos presenta, visto por Urabayen, como un cuerpo en descomposición en el que bullen los gusanos necrófagos, y se atreve a añadirle un pie de foto: «Toledo ha muerto hace siglos —dice uno de sus personajes— y un cadáver insepulto no produce más que larvas».
Respecto a los miembros de la clase dominante, comenta: «Encerrados en la Imperial Toledo, mezcla de basura y misticismo, de idealismos oratorios y de realidad pícara, se encuentran en ella tan satisfechos como gusanos dentro de un queso».
Establece similitud entre la ciudad y su cementerio con una sola diferencia: el cementerio está mejor conservado: «El toledano ama la casa vieja y el panteón nuevo. Por lo demás, las dos ciudades son idénticas. El mismo reposo, la misma vida fragmentaria, parcial, sin otra actividad que la del gusano y sin que el cuerpo pueda cambiar jamás de postura».
En «Toledo: Piedad» las larvas se convierten en ratones, pues «no es de extrañar que las almas, en tertulias, en casinos o visitas, se dediquen a roer al prójimo. Los caserones destartalados son siempre nidos de ratones».
LA TRILOGÍA TOLEDANA
La crítica al declive y expolio de la ciudad forman el hilo conductor de las tres novelas que Urabayen dedica a Toledo: «Toledo:Piedad», «Toledo la despojada» y «Don Amor volvió a Toledo». Son tres monumentos de gratitud que Urabayen erige a su ciudad adoptiva pero también el cauce de sus preocupaciones y del dolor que la ciudad le causa.
En «Toledo: Piedad» el autor aspira a que la vieja Tulaitula se injerte de modernidad con las gentes del norte, encarnadas en la figura del protagonista, que no es otro que él mismo.
En la segunda, se aborda el saqueo artístico de Toledo, consentido por las autoridades y perpetrado por las «larvas» locales, entre las que se incluyen desde anticuarios y chamarileros hasta el mismo Arzobispado.
Y en su tercera novela toledana introduce una nueva preocupación: el aprovechamiento de las aguas del Tajo para la industrialización de la ciudad. El autor se muestra contrario al plan hidrológico que contemplaba ya entonces (1929) el expolio del Tajo mediante el proyecto del Trasvase Tajo-Segura, y se queja —con palabras de vigente actualidad— que el Tajo, que debería ser una fuente de vida para la ciudad, tan solo le sirviera de cloaca.
UN INTELECTUAL INDEPENDIENTE Y REBELDE
Cuando Urabayen pisó por primera vez Toledo, el 16 de noviembre de 1911, era un joven de veintiocho años, nacido en Ulzurrun (Navarra), que, según su biógrafo Juan José Fernández Delgado, llegaba decidido a ejercer el magisterio en la vieja ciudad castellana probablemente por el deseo de conocer de cerca la obra del Greco.
En Toledo desarrolla una vida de éxitos personales y profesionales. Se casa con la hija heredera del dueño del Hotel Castilla, lo que le convierte de pronto en un hombre rico; su obra literaria es bien acogida por la crítica madrileña; y acaba siendo director de la Escuela Normal del Magisterio.
Su principal dedicación, junto con la de escritor, fue siempre la enseñanza, adscribiéndose a los postulados pedagógicos del Regeneracionismo. Era aficionado a acudir a las tertulias de alguno de los casinos toledanos y esporádicamente viajaba a Madrid, donde participaba en tertulias intelectuales, en una de las cuales conoció a Manuel Azaña, del que llegó a ser gran amigo y colaborador político.
En el periódico madrileño «El Sol» pública a lo largo de una década más de ochenta artículos con el título genérico de «Estampas». En ellos glosa literariamente los pueblos toledanos y algunos navarros. Para documentarse, viaja por los polvorientos caminos de la geografía toledana a bordo de un automóvil de su propiedad que se hacía conducir por algún amigo ya que nunca se tomó la molestia de aprender a manejarlo.
Aunque Urabayen no fue un hombre vocacionalmente político, su amistad con Azaña y sus propias convicciones republicanas le llevaron a aceptar una candidatura de Diputado a Cortes en 1936. Por esas mismas fechas, fue nombrado Consejero de Cultura, cargo que desempeñó hasta el comienzo de la Guerra Civil.
CONTROVERSIA Y LEYENDA NEGRA
Una controversia se cierne sobre los motivos de su huida de Toledo. Afirma Fernández Delgado que Urabayen huyó a Madrid ante el temor de que los sublevados lo tomaran de rehén y lo encerraran como a tantos otros en el Alcázar. Por el contrario, otros biógrafos sostienen la versión de que su huida se debió a los desórdenes y amenazas de los milicianos…
La controversia da paso a la leyenda negra cuando en el Toledo de la posguerra se divulgó que Urabayen pretendió llevarse un equipaje cargado de valioso patrimonio artístico. Es de nuevo Fernández Delgado el que combate esta suposición argumentando que en el momento de la huída, en medio de un tiroteo, Urabayen dejó abandonadas en la calle algunas maletas con «joyas y otros objetos de valor» que procedían del hotel Castilla, a los cuales pretendía poner a salvo de pillajes.
Al terminar la guerra, pasa a prisión, donde coincide con Miguel Hernández y Buero Vallejo.
Tras su excarcelación, en noviembre de 1940, nunca regresó a Toledo. Los motivos pueden ser fácilmente adivinables: Con el hotel Castilla expropiado, en la ciudad que tanto amó sólo le aguardaban las represalias de quienes, sin más motivo que la envidia o la enemistad política, no dejarían de vomitarle su resentimiento. De la cárcel salió con la salud maltrecha, y tras vivir en Pamplona un tiempo, muere en Madrid el 8 de febrero de 1943, de un cáncer de pulmón, asistido entre otros por su amigo el doctor Gregorio Marañón.
UNA ESPECIE DE «GRECO LITERARIO»
Como tantos intelectuales, también Urabayen fue conquistado por la vetusta sirena del Tajo, pero él no fue, como los demás, un toledanista con billete de ida y vuelta sino que se aventuró a echar raíces, comprometiéndose con la realidad de una ciudad a la que acabó dedicando lo mejor de su obra de escritor.
Amor y dolor fueron las divisas de este toledano por elección que amó y se dolió de Toledo a partes iguales, consagrando su talento a la interpretación de sus profundos latidos. En ese camino de exégesis del alma toledana, acaso sólo le superó Galdós.
Admirador profundo de Dominico Theotocópuli, quizá su secreto anhelo fue ser El Greco literario capaz de plasmar con palabras, como el candiota con los pinceles, el alma recóndita y agridulce de la vieja ciudad dormida junto al Tajo.
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