Cuando el sol se pone en Galway Bay…
De la calma y belleza de Connemara al vino español en Dublín y la Irlanda bailada de Riverdance

Érase una vez un hotel donde la turba chisporroteaba armoniosa en la penumbra del bar, ante el que se abría el Atlántico helado y sobre cuya moqueta –cálida, impoluta- un par de perros alternan solícitos entre las mesas.
Se bebe cerveza negra y vino de lejanas viñas . Ni una brizna de humo de tabaco. Prohibido fumar y perros bienvenidos: la cúspide de la civilización moderna.
El cuento que voy a contar comienza en un lugar donde el verde, otro verde que no se halla en lugar alguno , sólo compite en belleza cromática con el azul negruzco del océano. Un lugar en el que lagos, y árboles que abovedan las carreteras, construyen paisajes de cuento de hadas. Hadas empapadas de lluvia y de Guinness.
Connemara se encuentra en el oeste de Irlanda. Una tierra de fertilidad casi ofensiva en la que los animales se acercan, casi parecen venir a saludar , a los caminos por los que pasear pensando en que otro mundo es posible. Una especie de Comarca tolkiana donde los habitantes gustan de comer bien, beber mejor y charlar sin parar -como los animales parecen imitar- con cualquiera que se cruce en su camino.
En cuerpo y alma
En el paraíso del «dolce far niente» basta con sentarse a devorar libros para b orrar las heridas que Madrid haya dejado durante las horas que el maldito ordenador se haya cobrado de nuestras vidas. Delicioso ritual al que invita alguna lluvia esporádica con carta para pasar sin llamar. Gotas obligadas a conservar verdes los campos infinitos, vivos los arroyos y, al fin y al cabo, Irlanda con cara de Irlanda .
Cuando el alma está saciada es el cuerpo quien pide paso. Cerveza negra que da lástima beber, de lo bien tirada que está. Recompensa última y segura a paseos no muy lejanos. Un ferry a la isla de Inishbofin , carreras de caballos en Omey, o una visita a la no lejana Abadía de Kylemore, un lugar que completa la sensación de tener la pluma de Hans Christian Andersen escribiendo en tu cogote un cuento vacacional.
Si Irlanda fuera perfecta sabrían que el marisco se cocina como ellos cocinan las verduras (agua, sal y poco más), y las verduras como ellos el marisco (salteado en ajo). Pero que no lo sea tiene sus ventajas. Al puerto de Cleggan/Claddaghduff llegan a diario miles de piezas del Atlántico que lo empapa.
Si Irlanda fuera perfecta cocinarían el marisco como las verduras, y viceversa
Un pescador irlandés es capaz de usar un buey de mar como carnaza para langostas , despreciando todo aquello que no sean las pinzas. Por eso mismo, a riesgo seguro de ser mirado como un marciano, si uno se acerca al puerto y pide la pieza completa, vivita y coleando, se la lleva puesta al precio insólito de 5 euros. Mariscada en franca e ileal competencia con las de mi tierra natal , de un país que consume marisco con ciertas reservas estéticas . Poco consumo para una cosecha generosa y preciosa.
El aburrimiento voluntario da para poca narración . Pero si pueden, si su cuerpo les pide paz, déjense de balnearios y vayan allá donde la cobertura de móvil viene y va cuando quiere, como los asnos, caballos, vacas, corderos y cerdos lo hacen al camino andado. Impagable.
De vuelta a Dublín a alguien le pareció buena idea invitarme a un plan perpetrado entre la Embajada española en Irlanda y el Irish Times . Una cata de vinos españoles en la sede del rotativo irlandés. Lo cierto es que, a priori, pasar unas horas de mis vacaciones entre las paredes de un periódico, probando ya conocidos caldos patrios, parecía una pequeña broma de mal gusto. Error. Ocurrió que fue un placer absoluto. John Wilson , crítico de enología en The Irish Times , habló de seis vinos españoles con cariño y conocimiento de causa . Aconteció que las vistas de la capital irlandesa desde la terraza del diario eran espectaculares. Sucedió, al fin, que Wilson era un magnífico bebedor, un exquisito gastrónomo (elogio del percebe, del lechazo y del cochinillo) y un locuaz e interesante conversador. Un irlandés, vamos, con buen conocimiento de nuestro país y sus delicias norteñas.
Riverdance
Tengo una buena amiga a la que pregunté un día qué sentía bailando. «Si supiera cómo explicarlo no tendría que bailarlo», contestó.
Si yo supiera cómo explicarles la sucesión de placeres que arrancaron lágrimas, risas y aplausos al atónito espectador que ocupó mi butaca del Dublin's Gaiety Theatre , no tendría que recomendarles que, si coincide en su camino, vayan a ver Riverdance .
Más de 20 años conquistando escenarios de todo el mundo avalan un espectáculo que se gana tal denominación en cada segundo de baile , en cada nota de sus músicos y en cada hebra de voz. Magnífico, sublime y -si la memoria de tantas firmas relevantes bajo estas tres letras me permitieran escribir tal adjetivo- acojonante, escribiría.
Allá, donde el sol se pone en la bahía de Galway, existen tantas cosas que ver, tantas historias que oír y tantas pintas que beber, que uno no lo hace por miedo a que no sea infinito el corazón y acabe consumido a base de esquirlas entregadas irremediablemente en cada esquina de Irlanda.
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