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Pepe Castro retrata a Celedonio Perellón

Pepe Castro retrata a Celedonio Perellón

Celedonio Perellón, 84 años. Pintor e ilustrador. Inciador del arte erótico en España. El paso del tiempo ha despoblado su cabellera rojiza, pero aún conserva una barba larga que desciende por el rostro desde las grandes orejas, y cubre sus manos. Sobre la tez pecosa baila una ceja inconformista. La reciente lesión de una vértebra lumbar le obliga a llevar bastón, sobre el que apoya las manos en el estudio del fotógrafo.

Sus ojos aparecen inciertos y borrosos, quizá por el vapor temprano del curso de los ríos que habitan los faunos, o la humedad de la concha de Venus Afrodita donde le hubiera gustado ser gestado y dormitar en postura fetal cobijado bajo el sexo de la diosa.

A Celedonio Perellón se le despertó la líbido dormida casi al mismo tiempo que el uso de razón. Fue un día de hace muchos años, en aquella época remota en que acompañaba a su padre al estudio de encuadernación donde éste trabajaba en aquel Madrid de la preguerra. Sobre los estantes del taller estaban esperando a aquel niño pelirrojo las estremecedoras ilustraciones de una colección de novelas eróticas. Y el sexo explícito le sacudió el alma de artista.

Con once años trazó su primer dibujo erótico, medio escondido en su habitación para no ser visto por su madre, que un hombre y una mujer en plena cópula carnal no suelen aparecer en los cuentos infantiles. Desde entonces le atrapó el sensual universo femenino y no hay anatomía de mujer que se le resista bajo el ímpetu de su trazo certero.

Vienen a sus sueños y pueblan las galerías las tres gracias de Rubens, que hacen un corro de la patata con la Venus de Botticelli, Melibea, Fiordaliso, Filomena y Elissa. Y en el centro, Celedonio, escudriñando sus cuerpos y sus almas, en especial la de su esposa, con la que acaba de casarse después de casi cuarenta años de vida en común. «Tiene un tipo fantástico, parece una cría de 20 años». La pasión y el amor.

De vez en cuando vuelve a su casa del casco histórico de Toledo, un edificio antiguo con vistas al Valle donde no espera la muerte, que es muy fea. Y más que nada antipática.

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