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CAMBIO DE GUARDIA

Una jueza

Un Estado dentro de otro Estado. Es lo que la instrucción de Alaya nos revela. Los clásicos dicen que eso es el camino de una nación al suicidio

Gabriel Albiac

ÁMSTERDAM era, por aquel entonces, el lugar más libre de Europa. Quizá del mundo. Pero algo desasosiega a Philipp van Limborch, cuando, en marzo de 1662, escribe a Theodor Grasswinkel acerca del riesgo de ver la facultad de juzgar controlada por comunidades que funcionaran como «un Estado dentro del Estado, es más, como un Estado dotado de la capacidad coactiva». Una sociedad política que permitiera eso, habría dado el primer paso hacia su suicidio, concluye.

¿Por qué nos admira tanto la investigación del robo de los ERE que instruye la jueza Alaya? En puro formalismo jurídico, nada ha hecho ella que no fuera preservar el frío automatismo del procedimiento. Instruir es ajustarse al eje inconmovible de coordenadas que definen: a) el escrupuloso respeto a las garantías de los investigados y b) el rigor de una investigación, cuyos criterios no pueden jamás ser alterados ni en un átomo por los nombres y apellidos de los posibles infractores. La ley codifica eso milimétricamente, para que ninguna arbitrariedad pueda proyectar el propio magistrado sobre su tarea, que es la tarea esencial de la cual depende la seguridad, no de los específicos perjudicados e infractores; la de todos los ciudadanos. También, de aquellos que jamás se hayan visto ante la sala de un juzgado.

Pero Andalucía es, desde hace tres decenios, un Régimen. Populista. Estado con reglas propias, que se alimenta de los presupuestos de otro Estado, España, cuyas leyes deja en suspenso. Un régimen que, de hecho, ha funcionado con la contundencia de apisonadora propia a los sistemas de partido único. Treinta y tres años de monopartido son demasiados como para que el delicado complejo que es la autonomía de poderes funcione plenamente. La prueba es que esos treinta años de poder omnímodo y de corrupción que todos y cada uno conocen no hayan generado respuesta penal apenas. Que el enriquecimiento de los pequeños caudillos que allí mandan haya sido, no sólo enorme, sino además ostentoso: como si robar en masa allí fuera motivo de orgullo. Y que nadie importante en la pirámide del Régimen haya, de verdad, pagado nada por lo hecho.

La jueza Alaya ha ejercido ese oficio suyo, sin cuya pureza hablar de democracia es una fea broma, sobre una situación extrema. Sobre un caso que es epítome de la corrupción convertida en normalidad administrativa. En el caso de los ERE se cruzan dos aspectos que cualquier sociedad moderna sabría intolerables. La dimensión del robo, en primer lugar: no será fácil fijar sus cifras, pero da mareos contabilizar lo que hasta hoy sabemos, en medio de un país que vive la mayor súbita ruina de su historia. Y, junto a ese escupitajo en el rostro del ciudadano que dificultosamente llega a final de mes o que ya no llega, la constancia de que tal saqueo ha sido consumado desde las instituciones y por los individuos cuya misión formal era la de representar y proteger a todos. Los políticos, en España, son una vergüenza mayor para el ciudadano honrado. En Andalucía… No hay nombre que no pase por el Código Penal para llamar a esa gente.

Un Estado dentro de otro Estado. Es lo que la instrucción de Alaya nos revela. Los clásicos dicen que eso es el camino de una nación al suicidio.

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