Riesgo inaceptable
Repite Gary Becker que toda muerte en una sociedad desarrollada es un suicidio o un asesinato. Es una provocación para llamar la atención sobre el coste que estamos dispuestos a pagar como sociedad por salvar una vida, dado que la tecnología siempre permitiría mantenerla si no hubiese restricción presupuestaria alguna. Me he acordado de Becker estos días que la ceniza de un volcán ha paralizado el tráfico europeo y ocasionado pérdidas que las compañías aéreas estiman en unos 250 millones de dólares día y los aeropuertos en unos 175 millones. Todo riesgo es inaceptable, se afirma sin contestación, cuando es obvio que la vida misma es riesgo, no ya la vida económica.
Tengo la sensación de que, como en el caso de la gripe A, estamos matando moscas a cañonazos. Pero no culpemos a los políticos. Como los banqueros, que de ellos hablaremos otro día cuando sepamos algo más del caso Goldman, son presa fácil para saciar nuestros instintos justicieros. El problema es más complejo. Los niveles de aversión al riesgo con los que nos hemos acostumbrado a vivir son sencillamente incompatibles con nuestra riqueza. Hemos construido todo un entramado jurídico, político y mental por el que la causalidad es siempre culpable y por el que le traspasamos la responsabilidad de nuestras decisiones al Estado. Y cualquier Gobierno, ante las previsibles consecuencias económicas y políticas de un potencial accidente, simplemente decide prohibir. Aunque sea por contagio y sin argumentos convincentes, pero una vez que una agencia independiente con argumentos presuntamente científicos captura la atención de los medios, no hay vuelta atrás y se produce una reacción en cadena de costes imprevisibles. Contra toda lógica, el escenario catastrofista adquiere superioridad moral y se invierte la carga de la prueba. Es lo que tienen en común el calentamiento global y el Estado de Bienestar, que la búsqueda de seguridad puede estar acabando con Europa.
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