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Eduardo Jordá: «En España sólo hay unos 5.000 buenos lectores»

El poeta y novelista publica la colección de relatos «Yo vi a Nick Drake» y el ensayo «Lo que tiene alas. De Gógol a Raymond Carver», lectura lúcida de 14 cuentos y novelas cortas

Eduardo Jordá: «En España sólo hay unos 5.000 buenos lectores» MIGUEL JORDÁ

alfonso armada

Además de poeta («Pero sucede»), cuentista («Playa de los Alemanes»), novelista («Pregúntale a la noche», premio Málaga) y viajero («Norte Grande»), Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) es un gran lector. Lo demuestra con creces en su lectura lúcida y crítica de catorce cuentos y novelas cortas («Lo que tiene alas. De Gógol a Raymond Carver»), que acaba de publicar la Fundación José Manuel Lara, casi de manera simultánea a un nuevo volumen de cuentos, «Yo vi a Nick Drake» (Rey Lear). Casi secreto pese a su probado talento, en estos dos libros vuelve a dar la medida de su ambición y de su arte. Cree que en España hay «unos 5.000 buenos lectores, quizá 10.000 si nos ponemos optimistas».

—¿Cuánta distancia hay entre el Eduardo Jordá narrador y el Eduardo Jordá analista literario?

Narrador y analista son como futbolista y entrenador—No lo sé, pero imagino que el narrador y el analista literario son personas diferentes. A la fuerza tienen que serlo. De todos modos, se podría decir que entre uno y otro existe la misma relación que entre un futbolista y su entrenador. El futbolista está pendiente de las órdenes del entrenador, pero esencialmente juega con su propia habilidad y su propio talento –si los tiene, claro-. A veces, por el bien del juego, el futbolista tiene que desobedecer o ignorar al entrenador. Y otras veces es incapaz de seguir sus instrucciones por falta de técnica. Esto es lo que me pasa a mí.

—La forma de contar «Yo vi a Nick Drake» le hace sentir al lector que está viviendo un reportaje en primera persona. Aunque la pregunta parezca pueril, ¿es cuento o autobiografía?

Un amigo pensó que había estado en la casa de Nick Drake—Todo es inventado, pero quise contarlo como algo que diera la impresión de haber sucedido de verdad. De hecho, un amigo que leyó el cuento se lo tomó como un hecho real. Me dijo: «No sabía que hubieras estado en la casa de Nick Drake». Y claro, tuve que explicarle que todo era una invención. Lo que pasa es que podría haber sucedido porque en el verano de 1973 yo pasé unas semanas en casa de un amigo inglés, en Birmingham, que vivía a 30 kilómetros de Far Leys, la mansión de la familia de Nick Drake donde el músico pasó los dos últimos años de su vida, cuando ya estaba tan abatido por la depresión que era incapaz de componer y de relacionarse con los demás. En aquel entonces yo era uno de los pocos admiradores de Nick Drake (tenía todos sus discos, cosa muy rara en aquel momento), y por eso se me ocurrió inventarme la visita. Pero quise mantener la ambigüedad porque el cuento también pretende explorar el poder de sugestión de una voz narrativa. ¿Hasta qué punto podemos creernos lo que nos cuenta ese fan que dice haber conocido a Nick Drake? ¿Y hasta qué punto está diciendo la verdad? Ésa es la raíz del relato.

—Aunque «Lo que tiene alas. De Gógol a Raymond Carver» ofrece pistas jugosas sobre los gustos literarios del autor de «Yo vi a Nick Drake», ¿bajo qué santos cuentistas cabría agavillar los cinco relatos que componen este libro?

—Me gustaría pensar en Chéjov, en Cheever y en Scott Fitzgerald. Pero también en otros autores que por desgracia no aparecen en «Lo que tiene alas» (no me quedaba sitio), como Alice Munro o William Trevor.

—«Lugar de Espinas Grandes» termina de forma abrupta, dejando que sea el lector quien complete la historia en su imaginación. ¿Cuándo sabe el autor que hay que dejarlo, que en un cuento menos suele ser siempre más?

Me gustan los finales en los que la última palabra la tiene el lector—Me gustan los finales abiertos, en los que la última palabra de lo que ocurre la tiene que decidir el lector. Pero ojo, un final abierto tiene que estar muy bien trazado y no puede dejar elementos sueltos. Es como la ventana que el lector abre después de haber recorrido una casa de arriba abajo, desde el sótano hasta el desván. Y el relato termina ahí, justo en el momento en que el lector se va a asomar al jardín. No digo lo que hay allí, claro, pero dejo que el lector lo adivine a través de todo lo que he contado antes. En «Lugar de Espinas Grandes» me interesaba contar una historia de surferos en Puerto Escondido, en los años 80, cuando el surf era un deporte minoritario y cuando Puerto Escondido era un pueblecito con unos pocos hostales. Ahora es un destino turístico muy distinto de lo que yo conocí.

—Jim Reisner, uno de los antagonistas de «Un día de verano», parece un claro trasunto de Jim Salter, un homenaje. ¿Cuánto aprendió del autor de «Todo lo que hay» y cuándo le costó traducir al español su última y tan esperada novela después de tres décadas?

«Años luz» me parece una de las mejores novelas del siglo XX—James Salter es otro de mis autores favoritos. Sus cuentos me gustan muchísimo, y «Años luz» me parece una de las mejores novelas del siglo XX. Tuve la suerte de conocerlo en Sevilla, gracias a usted («Te lo envío por correo certificado», me dijo, ¿recuerda?), y desde entonces hemos sido amigos. Una vez, en un correo electrónico, me contó las visitas que le había hecho en su casa de Long Island un director de cine amigo suyo que se estaba muriendo –era Sidney Pollack-, y a partir de dos o tres cosas que me contó monté el relato. Una de ellas era que los dos se habían ido a la playa y habían recitado un poema que habían leído no sé dónde y que se llamaba «Un día de verano». Por eso le puse ese título. Pero el 95% de lo que cuento es ficción, que conste. Y en cuanto a «Todo lo que hay», Salter es un autor muy difícil de traducir, porque tiene una prosa tan tensa, tan vibrante, que es casi imposible de capturar en castellano. Por fortuna, «Todo lo que hay» está escrito en un estilo menos salteriano, más suelto, más deslavazado.

—En los últimos compases de «¿Por qué mataron a Jaurès?», se lee: «Mientras Louise entraba en su habitación, Isidro se preguntó qué habría dicho el novelista aficionado Jacinto Servera si hubiera podido observar aquella escena». El autor se sirve del personaje para salirse del cuento y preguntarse en voz alta qué camino tomar, ¿acaso compartiendo sus dudas con el lector para hacerlo más verosímil?

No me gustan los jueguecitos posmodernos—No me gustan las piruetas meta-narrativas ni los jueguecitos posmodernos (soy bastante tradicional), pero en ese relato creo que el Jordá analista literario le tocó el hombro al Jordá narrador, recordándole que el otro también existía. Y por eso apareció el novelista aficionado Jacinto Servera, que de algún modo interpretaba lo que iba sucediendo en el relato. Pero a mí me interesaba que ese intérprete también fuese un personaje de la trama: un novelista menor, provinciano y en cierta forma fracasado, como en cierta forma somos todos nosotros, ¿no?, cuando nos ponemos al lado de los gigantes.

—Y pocos párrafos después... «Si uno viajaba, si uno cruzaba el mundo, era con la secreta esperanza de que alguien a quien acababa de conocer, y con quien uno se lo estaba pasando bien conversando, le invitara a entrar en su habitación de hotel, de noche, cuando caía la lluvia. Se viajaba por eso. Sólo por eso». ¿Se viaja por eso? ¿Se escribe por eso?

Se escribe sobre todo porque nos rondan los fantasmas—Pues sí, supongo que es así: en cierta forma se viaja por eso, eso es lo que tenemos en la cabeza cuando emprendemos un viaje. Pero no se escribe por eso, para nada. Se escribe por muchas otras cosas, sobre todo porque nos rondan los fantasmas y porque preferiríamos no hacerlo y porque sabemos que somos dos –o cien- en vez de uno, y porque todos sabemos que somos Ivan Ilich y algún día nos moriremos y nadie se acordará de nosotros.

—Según Nabokov, a quien cita en su introducción a «Lo que tiene alas», hay cuatro cualidades que permiten reconocer al buen lector: «tener imaginación, memoria, un buen diccionario y cierto sentido artístico». A lo que usted añade la curiosidad, que debe ser insaciable. ¿Conoce muchos lectores así? ¿Qué clase de lector es usted?

El buen lector es el que está dotado de imaginación, memoria y curiosidad—El buen lector, ése que está dotado de imaginación, memoria, curiosidad y un buen bagaje lingüístico (lo del diccionario es una fantasmada de Nabokov), es esencial para la supervivencia de la literatura, y el día que desaparezca se habrá acabado todo (y no sólo la literatura, quizá también la democracia tal como la conocemos, es decir, la civilización). En España creo que hay unos 5.000 buenos lectores, quizá 10.000 si nos ponemos optimistas, pero ni uno más. El buen lector no se deja influir por la publicidad ni por la reputación del autor, ni tampoco por las críticas, ni por nada que no sea su propio criterio (o el de unos pocos amigos en los que confía ciegamente). Modestamente, espero ser uno de esos buenos lectores.

—¿Cuánto mejor nos iría si muchos -y no hablo solo de los periodistas- nos atreviéramos a decir, como Bartleby, «preferiría no hacerlo»?

La fórmula de Bartleby es una impugnación total del universo—La fórmula de Bartleby puede leerse de dos formas. Por un lado es una impugnación total del universo, o más bien del lugar que nos ha tocado ocupar en el universo. En este sentido es una impugnación metafísica que todos, de un modo u otro, hemos hecho nuestra en algún momento de nuestras vidas. Pero también puede interpretarse como una invitación a la resistencia pasiva, tal como la adoptaron Gandhi y en cierta forma Martin Luther King y más tarde Nelson Mandela (quienes en cierta forma eran discípulos de Tolstoi). Pero hay que tener cuidado con esa fórmula, porque en términos políticos sólo es factible en un contexto de democracia liberal, como en la actualidad. En cambio, puede ser muy peligrosa si se aplica en otros contextos. ¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si en mayo de 1940, cuando todo estaba perdido en Europa porque Hitler parecía el único vencedor posible, Churchill y De Gaulle hubieran dicho que preferirían no hacerlo? Por fortuna hicieron justo lo contrario.

—Primero como ser humano, pero luego como contador de historias, ¿hasta qué punto comparte el dictum presocrático de que «carácter es destino»?

El destino se forma con cada nueva decisión que tomamos—Ese aforismo es de Heráclito, ¿no? A Cernuda le gustaba mucho y lo repetía a menudo, pero como todo buen aforismo puede ser interpretado en dos sentidos. El carácter de cada uno determina el destino, claro, pero el destino se forma con cada nueva decisión que tomamos por influencia del mismo carácter. Es un círculo infinito. Cuando Cernuda, por ejemplo, se quedó a vivir en México no sólo tomó un decisión pasajera, sino que cambió su destino, y así la volátil decisión individual se convirtió en la férrea línea del destino. La literatura existe porque explora esas pequeñas decisiones individuales que marcan inexorablemente la línea del destino.

—Hablando de Chéjov, y de «El violín de Rotschild» dice de una escena que «es conmovedora y está contada sin sinsiblería ni adornos, como siempre se debe hacer». ¿Esa es una de las enseñanzas en las que hacía hincapié en sus talleres de narrativa?

La sensiblería y la ornamentación innecesaria actúan contra el arte—Sí. La sensiblería y la ornamentación innecesaria siempre actúan en contra del arte. Ésa es la gran lección de Chéjov. Y ojo, el recargado Proust de las frases interminables también escribía sin sensiblería y sin ornamentación innecesaria, porque en su mundo regía una ley física que estipulaba que las líneas en zigzag, y no las líneas rectas, eran las líneas más cortas entre dos puntos. Pero la mayoría de nosotros no vivimos en ese mundo de Proust, y por eso procuro enseñar a escribir sin adornos ni excesos sentimentales, porque la buena literatura hace sentir la emoción del lector sin que esté sonando de fondo una orquesta sinfónica a todo trapo.

—¿Son las moralejas y la sensiblería la prueba del algodón que distingue la buena literatura de las buenas intenciones?

—Creo que sí. Una buena obra narrativa nunca puede tener una moraleja ni puede ser sensiblera. Y por desgracia hay muchas novelas actuales, cargadas de moralejas y sensiblería, que algunos críticos despistados consideran buenas novelas.

—Hablando de «La vuelta de tuerca» se refiere a los peligros de la imaginación y la creación literaria, pero también a su poder salvífico. ¿Ha experimentado ambas variables, y de qué manera?

—¿Existen o no existen los fantasmas de la mansión de Bly? Ése es el gran misterio de «La vuelta de tuerca». Lo curioso del caso es que Henry James siempre quiso dejar claro que los fantasmas no existían y que los pobres niños eran inocentes, pero nosotros nos empeñamos en creer que los fantasmas existen porque el poder narrativo de Henry James es tan descomunal que nos lleva a creer que sí existen (y algo así, aunque a una escala mucho más modesta, intenté hacer con el relato de la visita a Nick Drake). Lo que dice Henry James es que la institutriz cree en los fantasmas, y por eso existen, aunque eso sólo ocurra en la medida en que esa mujer crea en ellos. En realidad, «La vuelta de tuerca» es una indagación sobre los peligros –y también sobre el poder salvador- de la imaginación y de los fantasmas que nosotros llevamos a todas partes. Y esos fantasmas sí que existen, claro está.

—Celebra la figura de Nick Carraway por su condición de narrador idóneo porque es capaz estar dentro y estar fuera, ver la realidad desde la calle y desde la ventana, desde arriba y desde abajo. ¿En qué se diferencia del narrador omnisciente?

El narrador de «El gran Gatsbty» es un hallazgo de la novelística del siglo XX—Nick Carraway, el narrador de «El gran Gatsby», es uno de los grandes hallazgos de la novelística del siglo XX. Es un narrador que está integrado en la narración y que por eso mismo sólo tiene acceso a una parte restringida de la información: la que puede ir averiguando a partir de su contacto con Gatsby o bien a través del círculo de Daisy y Tom. Es un narrador con un punto de vista restringido y del que no podemos fiarnos por completo, porque en algún momento puede ser un narrador engañoso –como la institutriz de «La vuelta de tuerca»-, pero también un narrador que puede ser engañado con facilidad, como a veces le pasa a Nick Carraway. El lector del siglo XX lo prefiere al narrador omnisciente de la novela decimonónica porque sabe que la vida es así. Y lo que ocurre parece adaptarse a una voz vacilante, equívoca, en la que a veces engañamos y a veces nos dejamos engañar.

—Hablando de Juan Carlos Onetti y «Para una tumba sin nombre» dice que el escritor uruguayo, o su alter ego, el narrador, «cree que la ficción, la literatura, es la única forma de hacer justicia en un mundo en el que no hay justicia. O dicho de otro modo, la literatura es la única victoria que nos es permitida en un mundo en el que sólo hay derrotas cotidianas». ¿Y el periodismo, que trabaja con el material inflamable de la realidad?

El periodismo también hace justicia cada vez que dice la verdad—El periodismo también hace justicia –aunque sólo sea una justicia ilusoria- cada vez que dice la verdad y consigue extraer una pepita de verdad del magma colosal de la mentira y la falsificación y el caos informativo. ¿Le parece poco?

—Onetti se sirve del chivo expiatorio «que tiene toda sociedad convencional que desprecia al artista y al creador de ficción». ¿Para qué sirven los artistas? ¿Para qué sirve la literatura?

La literatura no sirve para nada. Eso la hace indestructible—La literatura no sirve para nada, pero eso es lo que la hace indestructible. Si sirviera para algo ya la habrían destruido, o desmantelado, o desinstalado de nuestros cerebros como si fuera una aplicación más del móvil. Pero por el hecho mismo de ser inútil, la literatura puede hacernos creer que nosotros –los lectores, los seres humanos conscientes de nuestras facultades y de nuestro poder de imaginar y de crear- tampoco somos tan inútiles como nos intentan hacer creer los políticos y los banqueros y los demagogos y los ayatolás.

—En el comentario a «La casa de las bellas durmientes», de Yasunari Kawabata, dice que hay que ser cuidadosos con los diagnósticos psicológicos aplicados a la literatura». ¿Por qué? ¿La empobrecen, la degradan, la convierten en otra cosa?

Lectores con anteojeras ocupan muchas cátedras—Me refiero a esas lecturas que distorsionan la literatura en función de una interpretación miope de las teorías psicológicas o de cualquier otro tipo (sociológicas, políticas, económicas, lingüísticas, da igual las que sean). Hay lectores mentecatos que sólo saben ver en una historia un caso claro de complejo de Edipo o de distorsión capitalista o de auge de la burguesía en un contexto de crecimiento económico desmesurado. Son los lectores con anteojeras que por desgracia ocupan muchas cátedras de literatura o de ciencias sociales. Pero la literatura, por fortuna, siempre es mucho más que eso.

—Hablando de John Cheever y de «El nadador» destaca la importancia de los tiempos verbales, como el potencial compuesto, y lo celebra como «una maravillosa creación de la inteligencia humana». ¿Se puede ser escritor sin tener conciencia de la naturaleza filosófica, existencial, de los verbos?

El potencial compuesto es uno de los hallazagos más audaces de la inteligencia—El potencial compuesto es uno de los hallazgos más audaces de la inteligencia humana: es el tiempo verbal que narra el pasado que aún NO ha sucedido (pero que esperamos que suceda). En cierta forma es el tiempo verbal de toda la literatura: un pasado sinuoso y flotante que de algún modo sabemos que sucederá, aunque no tengamos ninguna certeza de ello.

—¿Qué consiguieron las palabras aclararle a Raymond Carver? ¿Qué pueden aclararnos a nosotros, sus lectores?

—Raymond Carver vivía en un mundo sin palabras: un mundo de alcohol y violencia y degradación física y mental. Cuando descubrió el poder de las palabras –en una revista de caza y pesca que leyó por casualidad no sé dónde-, empezó a creer que había otra forma de vivir. Y por suerte logró encontrarla. A cualquiera de nosotros debería ocurrirnos lo mismo.

—En Estados Unidos se venera la figura del editor, tanto en las revistas como en las editoriales. Aunque le dedica algunos comentarios a la figura de Gordon Lish, el editor que podó la prosa de Carver hasta hacerla única, se quedó detrás de su autor, se desvivió despiadadamente por él. ¿Cómo podemos enjuiciarle, y a Carver después de saber que sin Lish no hubieran cuajado títulos como «¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?»?

Gran problema en España es que carececemos de la figura del editor americano—Uno de los grandes problemas que tenemos en España es que carecemos de figuras como el «editor» americano, es decir, la figura literaria que no es un creador en sí mismo –o si lo es, ejerce la creación de un modo modesto o secundario-, pero que posee unos conocimientos narrativos de primer orden. Lo que fue un Maxwell Perkins para Scott Fitzgerald o un William Maxwell para John Cheever, por ejemplo. O lo que fue un Gordon Lish para Carver. Lish destruyó muchas cosas de Carver, pero también supo captar su inmenso talento. Y en cierta forma, el minimalismo de Carver es un invento de Lish. Pero se podría decir que el mejor Carver es el de «Catedral», cuando ya está libre de las tijeras de podar de Lish, pero no ha olvidado ninguna de sus dolorosas enseñanzas.

—La biografía pretende darle sentido a una vida humana, una lógica interna y externa. ¿Es por eso mucho más fiel la literatura a la vida, como ocurre en el final de «Veía hasta las cosas más minúsculas», el cuento de Carver con el que cierra su pequeña antología?

La vida tal como la vemos no tiene un principio y un final claros—La biografía tiene un principio y un final claros, el nacimiento y la muerte de alguien, lo que establece una lógica inflexible en cada vida («carácter es destino», ¿recuerda?), pero la vida tal como la vemos no tiene un principio y un final claros, porque sucede en una especie de magma caótico y no hay una voz en off de un narrador que nos la vaya explicando. Ni siquiera el nacimiento y la muerte delimitan por completo una vida. Lo que ocurre después, y lo que ha ocurrido antes, también forman parte de esa vida, por imposible o extraño que nos parezca. La buena literatura nos hace creer que la vida tiene un principio y un final, pero al mismo tiempos nos demuestra que no hay principio ni final, porque todos los finales son falsos finales, al igual que todos los principios son un falso principio. Pero aun así, cuando leemos tenemos la impresión de que existe un orden lógico en la vida, porque todo tiene un principio y un final, aunque en realidad nada lo tenga.

—En su epílogo dice que «todo lector, todo buen lector» sólo busca una posible victoria sobre las derrotas cotidianas», y que «sin la esperanza de esa victoria -por muy ilusoria que sea, por imposible que sea- la literatura no existe». ¿Entonces la literatura de Kafka no existe?

Cuando escribe Kafka cree que está derrotando a lo que no le deja ser libre—Claro que existe. Y el mismo Kafka lo dejó escrito en su diario en una especie de aforismo: «Un libro es un hacha que rompe el mar de hielo que llevamos dentro» (cito de memoria). Y eso, se mire como se mire, también es una forma de esperanza. Porque Kafka, mientras escribe, está convencido de que está derrotando a todo lo que le impide sentirse libre. Cuando deje de escribir todo volverá a ser igual, y el pobre y atormentado Kafka volverá a su trabajo aburrido en una compañía de seguros, pero mientras escriba, mientras esté instalado en ese maravilloso tiempo verbal que es el potencial compuesto y el pasado aún no haya sucedido, todo será posible y en su vida no habrá ataduras ni padres despóticos ni aterradoras compañías de seguros. Ahí está la esperanza. Mientras Kafka está emborronando una cuartilla, el hacha está rompiendo la placa de hielo que rodea su vida. Y así, la literatura es capaz de romper el hielo que llevamos dentro. Y eso es lo importante, aunque al dejar de leer todos volvamos a sentir que estamos atrapados en una gigantesca placa de hielo de la que jamás podremos escapar.

—¿Quién es Eduardo Jordá?

Supongo que es alguien que ve fantasmas y que sabe que es un fantasma—¿Quién es Eduardo Jordá? Si quiere que le diga la verdad, no lo sé muy bien. Supongo que es alguien que ve fantasmas, y que también sabe que en el fondo es un fantasma, pero que aun así aspira a ser una persona decente y útil. Y si escribo, aparte de intentar destruir la placa de hielo que llevo dentro –o que todos llevamos dentro-, es para encontrar una respuesta a esa pregunta.

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