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El síndrome 15-M

Como en 2004, el PSOE sabe que una teórica baza electoral es el reclutamiento de la izquierda más extremista para evitar la victoria del PP

LA denominada clase política empieza a sentirse atrapada por una especie de síndrome del 15-M que la lleva a debatirse entre la flagelación por los pecados que denuncian los movimientos de «indignados» y una terapia de autoestima para no cuestionar su razón de ser. Se trata, sin duda, de un efecto desproporcionado de las manifestaciones de «indignados», que han sido capaces de identificar las debilidades de la opinión pública y de la clase política para infiltrarse en ellas y provocar un debate que no se corresponde con la solvencia, más bien escasa, de sus propuestas. Resulta indiscutible que un sistema que debe nutrir con miles de ciudadanos gobiernos, parlamentos, asambleas, diputaciones y ayuntamientos no puede ser perfecto. Pero es un sistema político que se desenvuelve bajo los controles propios de un Estado constitucional, como el parlamentario, el judicial o el de la opinión pública. Un sistema, en definitiva, en el que cada ciudadano ejerce su derecho electoral con la máxima igualdad respecto a los demás ciudadanos.

Deben cuidar nuestros políticos las concesiones, aunque solo sean retóricas, a los movimientos de «indignación», porque sus mensajes pueden dar la puntilla a las instituciones. Queriendo granjearse la simpatía de los «indignados», aquellos están asumiendo el riesgo de quedar absorbidos por un discurso que, tras la denuncia de privilegios y canonjías, esconde un ataque al sistema de la democracia liberal, el único que ha demostrado ser capaz de garantizar a los ciudadanos un nivel de vida cualificado y un sistema de libertades y derechos acorde con su dignidad. La izquierda y, en particular, el PSOE están demostrando que su sumisión al síndrome 15-M se agrava por necesidades electorales. Tomás Gómez pidió una comisión de la Asamblea de Madrid que dialogara con los «indignados». Otros socialistas, como Elena Valenciano o Marcelino Iglesias, no han dudado en exteriorizar insinuaciones a los «indignados», porque, como en 2004, saben que una teórica baza electoral es, de nuevo, el reclutamiento de la izquierda más extremista para evitar la victoria del PP. Y como los hechos valen más que cualquier palabra, ahí está la amable condescendencia del ministro del Interior con los indignados que acamparon junto al Congreso. Gran privilegio del que disfrutan estos «indignados», porque ninguna otra protesta similar podría ocupar tanto espacio público como la de ellos, convertidos —así está el PSOE— en un recurso electoral agónico.

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