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Zocodoversos: Lectura para gourmets

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POr Óscar González Palencia

¿A la minoría siempre? Admitamos que la poesía es arte de cultivo y aprecio restringidos. Que los poetas son poco conocidos por el resto de la sociedad es cosa sabida. Existen ilustres admoniciones de que, en Castilla-La Mancha, los poetas son poco conocidos incluso entre sí. La publicación, por Ediciones Trébedes, de Zocodoversos, poetas en Toledo, al cuidado de Santiago Sastre Ariza, contribuye a contrarrestar esa supuesta contextura lírica de talentos dispersos.

Se trata de una antología cuya selección está regida por dos criterios: la amistad que une a los líricos escogidos con el editor y la vinculación de todos con la provincia de Toledo. La ausencia de algún nombre digno de figurar en esta pléyade se justifica por la servidumbre que imponen los apremios editoriales en el cumplimiento de los plazos de entrega. Esa misma premura motiva alguna errata por todo aspecto reprobable de esta, por lo demás, espléndida crestomatía. Se parapeta el editor frente a potenciales venablos críticos lanzados desde el arco de la falta de rigor en los motivos de su selección. Argumenta sólidamente contra esas posibles censuras, pero hubiéramos preferido que tan acertadas razones se hubieran expuesto en positivo, como apoyatura de exhaustividad metodológica, pues, si la fraternidad, Toledo y los plazos de entrega son los mensuradores que resuelven la compilación, son, en suma, el afecto, el espacio y el tiempo los que la determinan. ¿Existen “razones líricas” más poderosas? Nada puede el arco contra la lira.

Esos criterios son pasados por la rueca literaria y por el bastidor editorial, para ajustarlos a un patrón con que se teje una amalgama de poetas de distinta edad, estilo y pensamiento que, sin la coyunda clasificatoria de la crítica, se nos ofrece como un sedeño traje de emociones, tan impuro como pretendía la rehumanización nerudiana. Sin embargo, el editor –a la sazón, poeta–, es cocinero antes que sastre, y opta por la imagen del “menú degustación” para brindarnos una carta con veinte platos, veinte poetas con amplia trayectoria – solo uno carece de obra publicada –, para cuyo aliño se ponen en sazón algunas piezas ya dadas a la imprenta junto con otras inéditas, precedidas de los suculentos entrantes de una breve semblanza y de una poética por cada autor.

El poeta es animal de fondo, que deambula, a perpetuidad, por el universo de lo subyacente en busca de la verdad y de la belleza, y el poema no es más que un boquear episódico proferido cuando el creador emerge para tomar el aliento necesario que le permita seguir su tránsito indagatorio; seguidamente, de nuevo la inmersión en la búsqueda eterna del poema, siempre el mismo y siempre diferente.

«El menú, amplio, para todos los paladares, nos ofrece poetas que vuelcan su vida en el poema»

Si la lectura carece de normas que no puedan conculcarse, la poesía es el espacio de la anarquía lectora. En consecuencia, quien se siente a la mesa de este cenáculo podrá evitar la linealidad que demanda la prosa; podrá “picotear” aquí y allá con progresiones y regresiones, en la conciencia de que, donde la mirada se detenga, quedará activado el cerebro y prendido el corazón. El menú, amplio, para todos los paladares, nos ofrece poetas que vuelcan su vida en el poema (María Luisa Mora, Ángel Villamor) y poetas que hacen del poema su vida (Antonio Illán, Joaquín Copeiro, Amador Palacios). Hay poetas que componen una lírica conversacional, desnuda, llena de la tensión emotiva de la memoria (Miguel Argaya), donde la anécdota fugitiva queda atrapada en el pensamiento elevado (Pilar Bravo, Jesús Maroto), o donde la cotidianidad parece suspendida en el tiempo de la sonoridad, del ritmo poético (Antonio del Camino). Paralelamente, encontramos un irracionalismo poético lleno de evocaciones sensoriales, más accesible por la intuición que por la intelección (María Antonia Ricas, Jesús Pino). Puede leerse una poesía caleidoscópica, con versos que ofrecen una percepción trunca de una realidad que solo cobra sentido en el conjunto poliédrico del poema (Miguel Ángel Curiel). Apreciamos también muestras de dialécticas de opuestos integrados en una tensa síntesis estilística: sabiduría popular frente a usos cultos (José Carlos Gómez-Menor), clasicismo frente a pomodernidad (Miguel Ángel Martínez, Beatriz Villacañas), búsqueda de la identidad del sujeto poético en las raíces de la memoria y hallazgos en las experiencias ordinarias, en la eventualidad trascendida, del presente (Miguel Ángel Pacheco, Mario Paoletti). El amor, el universal lírico por antonomasia, se nos muestra enardecido, derramado, al modo de San Juan de la Cruz (Francisco Payo), o como medio de exploración de la personalidad propia (Santiago Sastre). El ansia de eternidad cohabita, en el mismo poeta, con un hedonismo sereno, y hasta con la aceptación heroica de la renuncia a semejanza de Kavafis (Francisco del Puerto)…

«Paladéese despacio, preferentemente, en las anodinas tardes del estío. Buen provecho».

Más allá de posicionamientos con respecto al canon o a la metodología que se adopte para establecer una selección, las antologías poéticas se han impuesto como un género metatextual por medio del que trabar conocimiento con quien hace poesía y con su forma de hacerla. El dirimir quién resiste el paso del tiempo, quién ha bebido el trago largo de la Fuente Castálida que posibilite el salto de la compilación al manual de historia de la literatura o a la tesis doctoral que dimensione un estilo personal destinado a permanecer es faena de otros que habrán de venir. Quien se plantee tan admirable –y oneroso– afán saludará con optimismo este encuentro que ha provocado Santiago Sastre y que se suma a un género editorial decisivo en la historia de la poesía del siglo XX, y que parece conservar su vigor aglutinante y su poder de atracción sobre quienes consideramos que cualquier tiempo es bueno para la lírica.

Y todo ello, cocinado en lumbre baja, sobre las trébedes, emplatado en edición austera, con pliegos escapados a la guillotina, con generosa tipografía; es de todos conocido que el plato noble sabe más gustoso en cazuela de barro. Paladéese despacio, preferentemente, en las anodinas tardes del estío. Buen provecho.

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