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¿Hay vida inteligente fuera de Nueva York?

Pocas cosas generan tal consenso universal: Woody Allen es más neoyorquino que el dedo gordo del pie de la Estatua de la Libertad, que el balón tricolor de los Harlem Globetrotters o que la ardilla más «knickerbocker» de Central Park. Lo que ocurre es que, como a tantos, con la vejez se le va agudizando el impulso de agarrar un abono de transportes amarillo y liarse a recorrer otras latitudes que ofrezcan buen clima y pulserita de «todo incluido».

Aunque parezca que esta fiebre viajera es fruto de su actual y mercenaria coyuntura (él mismo confesó a su biógrafo Eric Lax que está dispuesto a rodar allá donde le reclamen y paguen holgadamente), la verdad es que el bueno de Allen siempre ha sido de lo más cosmopolita. Y no sólo por el perfume o tufillo europeo que despide buena parte de su producción, sino porque su juguetón talento chistoso le conducía a teletransportarse a latitudes insólitas. Véase, sin ir más lejos (o yéndose más bien) lo bien que se desenvolvía ajustando la cultura japonesa al sentir occidental en su descacharrante «guión» de «What´s up, Tiger Lily?» allá por 1966. Incluso en su ópera prima como director «Toma el dinero y corre» (igual que en «Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo...» o en «El dormilón», donde también localizó en la fresquita Colorado) plantó la cámara no en Nueva York sino en su temida California (estado que le producía prurito y palpitaciones, como declaró en «Annie Hall»).

En «Bananas» hasta rebasó fronteras para visitar a los «semicompatriotas» portorriqueños, aunque su primer salto transoceánico llegó con «La última noche de Boris Grushenko», donde viajó hasta Budapest y París, nada menos, para hacerse el ruso sin necesidad de hacerse el sueco. Así que, con tanto ajetreo, no es de extrañar que durante las dos siguientes décadas (sin duda, las más brillantes de su filmografía) prácticamente no moviera la cámara ni el corazón de Nueva York. Como mucho, se cruzó de acera e hizo parada y fonda en la vecina Nueva Jersey y saltó de puntillas a Beverly Hills en «Hannah y sus hermanas» (1986).

Hasta que la vieja Italia se cruzó en su camino a mediados de los 90: las celebradas escenas del coro griego de «Poderosa Afrodita» se rodaron en el Teatro Griego de Messina y las de «Todos dicen I love you» espiando a la escurridiza y galopante Julia Roberts en la Plaza de San Marcos veneciana (aunque las más famosas tuvieron lugar a orillas del Sena, con ese baile ingrávido con Goldie Hawn). Tan sólo fue un flirteo, pues en su siguiente filme, «Deconstructing Harry» (1997), volvió a la Gran Manzana retratando uno de sus barrios preferidos: el Averno. Por cierto, el viaje relámpago a Rumanía para «Celebrity» es casi de pregunta del Trivial.

Pequeña gran resurrección

Hasta que llegó «Match Point», que abrió de par en par su trilogía londinense: Notting Hill, St. James´s Park, los estudios Ealing... no se le escapó un sitio carismático a Woody en la película que marcó una pequeña gran resurrección en su carrera. Aunque, la verdad, tanto paisaje para que mucha gente sólo se fijase en la geografía accidentada de Scarlett Johansson. De todas formas, el filme también cambió la forma de rodar y de hornear las historias y tramas del geniecillo neoyorquino. Si en sus principios su humor tenía un ojo en Benny Hill y otro en los Monty Python, ahora la flema británica se le había inoculado en las gafas de pasta y su estilo tiraba más hacia un Alec Guinness o un Peter Sellers entre quintetos de la muerte. A ver si alguien va a dudar de la capacidad camaleónica del autor de «Zelig» y «Sombras y niebla».

«Scoop» y «El sueño de Cassandra» completaron el capricho inglés del veterano cineasta, aunque lo mejor, como sabemos, estaba por llegar: «Vicky Cristina Barcelona», completo manual de turismo-ficción por la ciudad catalana y sus Ramblas y Paseo de Gracia. Y, de paso, escapadita asturiana a Avilés y Oviedo para constatar que en las faldas del Naranco también se guitarrea flamenco. Y olé. Una experiencia que, a pesar de los laureles obtenidos (Globo de Oro a la mejor comedia y Oscar para Penélope Cruz), dejó un poso amargo en el Allen viajero, ya que el rodaje sufrió los rigores de la prensa del corazón más caníbal, y Woody tampoco está para muchos trotes ni zarandajas.

Así que afortunadamente, en su último filme estrenado, «Si la cosa funciona», se dejó de «marcopolear» y regresó a su Nueva York querido. Aunque no por mucho tiempo, el puñetero: en «You will meet a tall dark stranger», su película para este año, volverá a tomarse el té londinense a las cinco, y ya planea nuevas excursiones a Francia, Italia o donde el dinero y el pasaporte le lleven. ¿Quién iba a decir que Woody Allen, a estas alturas, se convertiría en un culo de mal asiento?

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