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Mentiras capitales

HABLAR de mentiras hoy en este país produce en principio mucha pereza. Viene casi a ser como hablar del tiempo en un ascensor en Londres. Tan tedioso como una queja resignada por estas obras en Madrid que ya veremos cómo y cuándo acaban, pero que ... pocos negarán se están haciendo de una forma que supone un maltrato objetivo a los ciudadanos, un peligro para los viandantes y la ruina para no pocos comerciantes. Que las obras se tuvieran que hacer bajo el lema del «ahora o nunca», impuesto por un Gobierno central desesperado por ocultar las realidades económicas y laborales de este país, atenúa sin duda las responsabilidades del ayuntamiento y de su alcalde. Aunque sí cabría advertirles que muchas de las obras ahora en marcha en pleno centro, si fueran sometidas a una inspección de seguridad de algún país un poco riguroso en la materia, generarían serios problemas a sus responsables. Pero volvamos a las mentiras. Hubo tiempos en los que también en este país las mentiras tenían precio. Mancillaban el honor del que las profería, especialmente si eran públicas y de un gobernante, y acarreaban consecuencias serias para el mentiroso -en países muy civilizados se va a la cárcel por ciertas mentiras-. La necesidad de la condena social a la mentira formaba parte de un código de honor asumido por la ciudadanía. Hoy aquí las mentiras han perdido todo poder de generar indignación o sorpresa. Tenemos unos gobernantes para los que la verdad no existe. Los hechos han pasado a ser meras interpretaciones de la verdad. Opiniones. Todo son interpretaciones de una realidad a su vez moldeable y cambiante, en los que la palabra -siempre al servicio de la política, como dice nuestro Gran Timonel- no tiene sentido propio, sino intención. La España zapateril ostenta el liderazgo en esta perversión moral y semántica en Europa. Con no menos rotundidad que la del desempleo.

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