La violencia entre las etnias china y musulmana sume en el caos a la región de Xinjiang
Miles de Han, la etnia mayoritaria del país, se echan a las calles de Urumqi con palos y cuchillos contra los uigures, la población autóctona de religión musulmana, por los disturbios del domingo que dejaron 156 muertos
Palos, barras de hierro, garrotes, machetes de artes marciales, bastones, “nunchakos”, picos y palas y hasta cuchillos de cocinero. Armada con cualquier cosa, una muchedumbre enfervorizada y retroalimentada por el odio colectivo se ha echado hoy a las calles de Urumqi, la capital de la ... región de Xinjiang donde se viven los peores disturbios de China desde la revuelta tibetana del año pasado y la matanza en la plaza de Tiananmen en 1989.
Pero, en esta ocasión, han sido los Han, la etnia mayoritaria en el gigante asiático, la que ha tomado esta ciudad de dos millones de habitantes para atemorizar a los uigures, la población autóctona de Xinjiang que habla una lengua túrquica, profesa el Islam y ansía la independencia de la región.
Esta multitudinaria manifestación, que inundó el centro de la ciudad desde por la mañana hasta bien entrada la tarde, era una reacción contra los disturbios que los uigures protagonizaron el domingo causando 156 muertos y 1.080 heridos. Ese día, su protesta por la muerte de dos trabajadores uigures a manos de sus compañeros Han en una fábrica al sur de China derivó en una violenta batalla campal. Haciendo estallar la frágil convivencia entre ambas etnias, los uigures atacaron y quemaron las casas, tiendas y coches de los Han y la Policía no dudó en disparar sobre los manifestantes.
“Hemos venido aquí para luchar por la paz y para demostrar que los Han no tenemos miedo”, explicaba a ABC Zhang Yu, una joven armada con una larga barra de hierro. A sus 34 años, esta china Han natural de Shenyang, en la provincia de Liaoning, se quejaba de que trabaja en una agencia de viajes desde hace seis meses y el turismo ha caído por el miedo a los atentados de los terroristas islamistas.
“Unidos somos fuertes”, coreaba la muchedumbre, formada por hombres, mujeres, niños, oficinistas enchaquetados y hasta empleados de los hoteles que habían abandonado sus puestos de trabajo para participar en esta salvaje demostración de fuerza de la etnia Han. “Mi hermano, que tenía sólo 17 años, murió el domingo apuñalado por varios uigures”, gritaba rabioso otro joven con lágrimas en los ojos.
Rompiendo los cristales de los restaurantes de comida tradicional de Xinjiang, la multitud avanzaba hacia el barrio uigur enclavado junto al Gran Bazar y la Mezquita de Urumqi. Alrededor de dicha zona, miles de soldados y agentes antidisturbios habían formado varias barreras que, entre gritos y carreras, los manifestantes iban rompiendo hasta que la Policía empezó a lanzar gases lacrimógenos para impedir que penetraran en el barrio uigur.
Atrincherados en sus casas, unos auténticos cuchitriles en medio de estrechos callejones más propios de un zoco árabe, los uigures se encerraban con candados presas del pánico. En estas ratoneras sin escapatoria, familias enteras rezaban a Alá por sus vidas mientras los jóvenes se pertrechaban también con palos a los que habían adherido unos pinchos para repeler la temida invasión Han.
“Necesitamos libertad porque aquí no se respetan los derechos humanos y no podemos decir lo que pensamos ni expresar nuestra religión”, se quejaba Abdusalam, un muchacho de 17 años en paro – como la mayoría de los uigures – que acompañaba a Abdul, otro hombre de 40 años que aseguraba haber perdido a su hijo pequeño. “El domingo por la tarde salió a jugar con otro amigo y ha desaparecido”, sollozaba Abdul, quien teme que su hijo haya muerto porque “la Policía disparaba contra los uigures, niños incluidos, y luego se llevaba los cadáveres en camiones militares”.
Un niño atrapado
Con la tensión creciendo por momentos, uno de los momentos más peligrosos se vivió cuando la multitud creyó haber localizado a un niño de la etnia uigur que había trepado a un árbol. Mientras el pequeño lloraba aterrorizado, la ruidosa turbamulta lo rodeó zarandeando el tronco y arrojándole palos, haciendo temer un brutal linchamiento colectivo. Por suerte para él, varias personas se arriesgaron a defenderlo asegurando que no era uigur, sino Han, y lo rescataron para que fuera salvado por los soldados, muchos de ellos armados con fusiles y metralletas.
La manifestación se había descontrolado hasta tal punto que todo hacía presagiar un baño de sangre. Por ese motivo, el secretario general del Partido Comunista en Urumqi, Li Zhi, se vio obligado a hacer acto de presencia para calmar los exaltados ánimos. Montado sobre el techo de un todoterreno de la Policía y hablando a través de un megáfono, Li Zhi pidió a la multitud que se dispersara pacíficamente. “No podemos destrozar la ciudad ni atacar a los uigures. La culpa no es de ellos, sino de las fuerzas separatistas que actúan desde el extranjero y de Rebiya Kadeer”, proclamó en alusión a la principal heroína de la causa uigur en el exilio.
Sometidos por la fuerte represión del régimen chino, los uigures son ciudadanos de segunda que temen la pérdida de su identidad cultural y no disponen de los mismos derechos que los Han, que han colonizado esta vasta región del oeste de China que tiene tres veces la superficie de España y es rica en petróleo y minerales. Frente a la sociedad armoniosa que propugna Pekín, las abismales diferencias sociales y económicas entre los Han y los uigures continúan encendiendo la mecha del odio interétnico en la China del siglo XXI. Un gigante que aspira a ser la próxima potencia mundial, pero donde su estabilidad es tan artificial que sólo depende de la mano dura del Gobierno.
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