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Viena, fin de año

HACÍA muchos años que no pasaba una Nochevieja fuera de Viena. Este año no ha podido ser porque la familia llama por otras latitudes. Ha sido, mi Nochevieja vienesa, una costumbre alimentada por mi amor a esa mi ciudad y por la absoluta correspondencia con ... mi padre, un austriaco nacido en Trieste pero tan profundamente vienés como el más aguerrido y vitriólico Karl Kraus, como los más melancólicos Peter Altenberg y Joseph Roth o como el pausado y sarcástico Friedrich Torberg. Cuando aun, hace décadas, celebraba la Nochevieja con mi padre, que hoy reposa en el Cementerio Británico de Carabanchel, nuestra Navidad era profundamente vienesa, en ese meandro cuasiserrano de Madrid que era Chamartín. Ahora sé que la música de Mozart, los dulces de la Pastelería Húngara, aquel maravilloso árbol de Navidad con manzanas naturales pulidas sobre las que ardían las velas, y las inmensas bolas de rojo y dorado intenso que tan fácilmente se rompían, no eran algo más. Eran las formas. Eran liturgia.

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