Moscú quiere Otam, con «m»

En una pirueta mental digna de elogio por su desfachatez, Medvedev denuncia a los Estados Unidos por haber abandonado la agenda de la democracia y actuar en interés propio. Y propone a Rusia como su necesario contrapeso. Lástima que Rusia no sea exactamente una democracia y que sus líderes no gocen tampoco de una gran estatura moral.

Es más, si Rusia no es hoy una democracia como otra cualquiera se debe, y mucho, a sus dirigentes actuales que han pervertido el sistema político y económico hasta moldearlo a su antojo e intereses. Hoy Rusia es una «Putincracia».

Y «Putincracia», en términos politológicos, equivale a un sistema donde el máximo líder, Vladimir Putin, aplasta la libertad de expresión, elimina a sus disidentes, fuera y dentro de sus fronteras, chantajea con el suministro de gas a sus vecinos, ordena ciberataques a su antojo y se permite invadir un país, destrozando sus infraestructuras, desgajando su territorio y exigiendo el recambio de su presidente democráticamente elegido. Todo muestras del respeto a las normas de comportamiento de las democracias liberales.

Es posible que alimentados por el dinero del petróleo, los dirigentes rusos hayan pensado en el último año que les había llegado la hora de exigir lo que siempre han querido: un estatus de superpotencia. Pero hacen mal si con sus acciones provocan un enrarecimiento de las relaciones, sea guerra fría o no. Con o sin gas y petróleo, Rusia no es una superpotencia y no lo va a ser en el futuro inmediato. Ni cuenta con las armas, ni con la riqueza, ni con la población para serlo.

El imperio ruso es ya cosa de historiadores y haríamos mal los europeos en alimentar los sueños de grandeza de Moscú. Además de irrealizables, son muy dañinos. Pregunten en Georgia.