Carta a José Antonio Zarzalejos
Querido señor Zarzalejos:
Una sentencia judicial acaba de condenar por difamador al locutor radiofónico que durante años le dedicó los insultos más rastreros y soeces, a la vez que ensuciaba el nombre de este periódico. El difamador ha anunciado que recurrirá la sentencia; y es ... una suerte que lo haga, porque así tendremos ocasión de celebrar su fracaso en cada una de las sucesivas instancias en que su pretensión irrazonable choque con la razón jurídica, pues la libertad de expresión que el difamador invoca en su descargo nunca podrá amparar sus vituperios. La libertad, en sí misma, no es más que un movimiento; hace falta determinar la dirección de ese movimiento para establecer si tal libertad merece ser protegida jurídicamente. Lo que configura el ámbito de una libertad es el para qué; y, del mismo modo que no hay libertad sexual para violar muchachas ni libertad de reunión para planear magnicidios, no hay libertad de expresión para propalar infundios o pisotear honras. Mucho menos para pisotear la honra de quienes se resisten a propalar infundios, como hizo el difamador con usted.
Esta sentencia ha sido un triunfo personal suyo, señor Zarzalejos, porque restablece su honor injuriado. Pero ha sido, sobre todo, un triunfo de los periodistas que, bajo su dirección, se resistieron a seguir la senda que cada mañana les marcaba el difamador desde su sentina radiofónica. Pues, como a nadie se le escapa, los insultos rastreros y soeces que contra usted lanzaba el difamador no eran sino el aspaviento verbal con el que se disfrazaba el propósito más alevoso aún de hundir este periódico, provocando la desafección de sus lectores, a quienes se trató de instilar la desquiciada creencia de que ABC había dimitido de sus principios, por no adherirse a las fantasías conspiratorias sobre el 11-M que el difamador barbotaba desde su sentina radiofónica. A usted le habría resultado muy beneficioso adherirse a tales fantasías rocambolescas: habría acallado al difamador y, de paso, habría excitado la curiosidad de un público deseoso de carnaza, logrando así vender más periódicos. Pero prefirió no hacerlo, porque entendió que la misión del periodismo es el desvelamiento de la verdad; y en el ejercicio de esa misión empeñó su prestigio. De ese empeño su prestigio salió incólume; y, con el suyo, el de este periódico y el de todos los periodistas que, bajo su dirección, fueron zaheridos, escarnecidos y calumniados por anteponer un deber de rigor y veracidad sobre la tentación de halagar los bajos instintos de un público enardecido por el difamador. Los periodistas de ABC podrían haber sucumbido por miedo, podrían haber envilecido este periódico con infundios demenciales; pero prefirieron no hacerlo, a costa de ser vituperados cada mañana, a costa de que su probidad fuese puesta en entredicho, a costa tal vez de que se resintiera su salud. «Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo», nos dice el replicante de «Blade Runner». Los periodistas de ABC, con usted al frente, decidieron entonces no ser esclavos; y eso es algo que ABC nunca podrá agradecerle suficientemente. Esta deuda de gratitud no hará sino agigantarse, a medida que pasen los años; pero en la distancia la gratitud corre el riesgo de perderse en las esquinas del aire. Por eso yo quiero expresársela ahora.
No es un hecho baladí que los insultos rastreros y soeces que contra usted lanzó el difamador fueran proferidos desde una emisora de propiedad episcopal. Si la libertad que proclama nuestra época exige una finalidad legítima, la libertad cristiana impone compromisos mucho más exigentes; impone, sobre todo, un compromiso con la Verdad del Evangelio. Cuando desde una emisora católica se difunden proclamas y difamaciones contrarias a la Verdad del Evangelio se está desnaturalizando gravemente su misión; y a esta desnaturalización se le llama fariseísmo, pecado que consiste en vaciar el corazón de la fe, convirtiéndolo en una cáscara huera que se rellena de intereses oportunistas y espurios. Usted, señor Zarzalejos, fue víctima del fariseísmo; para consolarse, puede leer el pasaje del Evangelio en el que Jesús lanza siete maldiciones rotundas como aldabonazos contra los fariseos que lo llevaron a la Cruz.
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