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ABC Cultural

Maneras de mirar el folio

Hay escritores más sensibles a los flashes, otros al olor del papel: brillantes, ausentes, amasadores de palabras, con y sin receta. En la recién clausurada Feria de Fráncfort nos hemos topado con algunos, que cuentan sus secretos a la hora de ponerse a escribir

YOLANDA CARDO Ken Follet

TEXTO: RAMIRO VILLAPADIERNA CORRESPONSAL

BERLÍN. Ken Follet ha hecho el cálculo sin ambages y así lo cuenta: «Una buena novela necesita entre 50 y 100 escenas álgidas» y él se pone a ello, las busca y las va contabilizando a medida que escribe. En «Orgullo y prejuicio», de Jane Austen, recuerda Follet que habría 61 puntos dramáticos y todo a partir de una idea simple pero llena de posibilidades: cinco hijas en una casa y llega un vecino muy rico. «Cuando me asalta una idea interesante, me pregunto: ¿me dará al menos 50 escenas dramáticas?» y sólo entonces se pone a estudiar las posibilidades de los personajes a fin de ver sus complejidades.

Follet siempre leyó «muchísimo, mis padres no querían televisor» y una noticia, un comentario puede lanzarle tras una idea. Pero en Fráncfort contó que había abandonado, por ejemplo, su proyecto de «Country Risk», en el que aventuraba cómo el KGB se hacía con un banco en Londres para hundir financieramente el sistema. «Después de un tiempo vi que no funcionaría, que no te clavaría en el sillón hasta el final y lo deseché». Ahora ha escrito «White house», sobre un virus letal que alcanza a una familia reunida y aislada en el invierno para celebrar la Navidad. «La familia es un clásico lleno de relaciones, todo lector puede identificarse y el peligro parece más preocupante».

El héroe de la trama es la madre. Follet no quería «que el culmen fueran una pelea entre dos tíos» y admite que «las mujeres quieren caracteres femeninos grandes; el personaje femenino en este caso es más interesante, tanto comercial como literariamente: son capaces del éxito y la vulnerabilidad». El autor de «Alto riesgo» necesita dos años para un libro, en su caso sinónimo de best-séller: «Un año para planificarlo y otro para escribirlo», que en realidad son seis meses y otros seis de relectura. «Todo es muy estructurado, siempre me siento a escribir, la inspiración ya vendrá. Y con el ordenador siempre puedo cambiarlo o borrarlo». Será esquemático, pero el autor de «Los pilares de la tierra» se trabaja a fondo sus temas.

Eduardo Mendoza cree, sin embargo, que para tanto análisis dramático «la verdad es que podía escribir algo mejor». En todo caso, «cada cuál tiene su receta» y el escritor Josep Maria Espinas comentó que su único método es el folio y la Olivetti; citó incluso a otro escritor, «que escribía con dos Olivettis, una para la narración y otra para las notas». Mendoza habló con este diario sobre cómo toda novela empieza con el Quijote: «La pareja, la historia itinerante, personajes con memoria y que acusan una evolución, acumulan experiencia y enseñanzas», esto no existía antes de Cervantes. El corresponsal del «Frankfurter Allgemeine», Paul Ingendaay, autor de «Guía de uso para España» y que ha concluido su primera novela, señaló una evolución hacia «un donquijotismo en Sancho y un sanchopancismo en don Quijote» y Mendoza recordó que, «como en un matrimonio, al final uno no se distingue del otro».

De la Biblia a «La Odisea»

Margaret Atwood había sugerido horas antes que la primera novela sería «La Odisea», pero Mendoza, que entregará en 2006 su nuevo libro a Seix Barral, ve que hoy «podemos leer algunas obras precervantinas como novelas», pero en realidad son adaptaciones al formato o incluso «poesía traducida como prosa», como sucedería a veces con la Biblia. El israelí David Grossman dice que la Biblia habría que leerla «a la manera judía» y es «sobre ella y con una gruesa lupa», porque cada línea y personaje, y él acaba de escribir sobre Sansón, «tienen otras lecturas e historias dentro. Sansón no es el poderoso, sino aquél que no sabe qué hacer con su poder».

En un ágil coloquio organizado por el Cervantes en Fráncfort sobre la ironía y el Quijote, con el corresponsal cultural del «Frankfurter Allgemeine», Paul Ingendaay, Mendoza adujo que el Quijote sería «para leer a los 40 años» y, después de que Flaubert lo leyera con cinco, le salió una «Bovary» que sería «un Quijote en trágico». Con el Cervantes por primera vez en Fráncfort, vinieron a una lectura cruzada de traducciones Clara Janés y el alemán Gerhard Falkner. El poema que tradujo era de gran complejidad de juegos y planos, pero «ser poeta da una sensibilidad especial, trabajas la palabra de manera múltiple, en su melodía, sentido, acento, colocación». Dice que, tras leer al sufí Hafez, el que tradujo Goethe para su «Diván Este-Oeste», se lee Góngora de otra manera. Falkner le dijo que casi se expresaba mejor su poema en español que en alemán. «Hago un trabajo de filigrana. Y aprendo muchísimo», dice esta «enamorada del texto».

Como con la música unos admiten facilidad para arreglar textos, otros para crearlos y aun otros para traducirlos: Janés necesita cinco horas para 20 versos y, como con Seifert, a veces traduce 600 poemas para elegir 150. «Yo voy al conjunto del poema y a la actitud del autor, necesito encontrar su música», dice la autora, que lleva traducción y creación a más de sus distintos idiomas, a varias manos y en paralelo: «Nunca dejo de escribir». La poeta ha escrito décadas después en «La voz de Ofelia» su iluminador encuentro en Praga con Vladimír Holan, cuando éste diría que la había presentido en un poema. Pero, pese a lo que significó Holan, «es mi gran maestro, el único que me ha influido», Janés no se para en su búsqueda: «Llevo un diario siempre con ideas, del que tiro cuando estoy en blanco». Ahora está tras Johannes Bobrowski desde que lo leyó en «Poesía de Oriente y del Mediterráneo» y que la tiene revolucionada.

Sesiones estériles

La canadiense Margaret Atwood comentó al presentar su visión de Penélope, para la serie de «Grandes Mitos» revisitados, sus sesiones estériles ante el folio en blanco y «de repente la idea cristaliza y la historia empieza a salir sola, naturalmente ya la tenías dentro», pero hay que dar con la llave con que abrirle la puerta. Rafael Ábalos, el sorprendente inspirador de ese próximo héroe juvenil llamado «Grimpow», escribe linealmente: «Bueno, sabía dónde quería empezar y dónde terminar», porque la aventura que tanto ha interesado a editores extranjeros en Fráncfort «no es una historia fantástica, sucede en un lugar y un tiempo concretos de Europa».

También sabía que quería recuperar la sabiduría de la alquimia y se preparó con lecturas apropiadas sobre la crisopeya y la cábala. Hizo un viaje en verano por aquel territorio de la antigua Borgoña y recorrió castillos y monasterios, como si fuera su propio personaje, ese muchacho que en 1313 encuentra un cadáver misterioso, en una montaña de los Alpes. Cuando concluyó el viaje, el abogado malagueño, tras un juicio sobre un automóvil que había chocado contra un cochecito teledirigido, se sentó a la máquina y, «sin esquema alguno», en cuatro meses tenía su novela de 550 páginas. Y ahora, además, una docena de editoriales en el extranjero.

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