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El mejor Arrabal

Coincidí con Fernando Arrabal en el velatorio de Camilo José Cela. Acababa de aterrizar en Madrid, para preparar el estreno de su soliloquio teatral Carta de amor (Como un suplicio chino), y, todavía no recuperado del mareo del viaje, lo fulminaba la muerte del amado maestro. Despojado de esa jovialidad que suele adornarlo en sus comparecencias públicas, Arrabal tenía el aire de un niño súbitamente huérfano, reducido a la pura médula del dolor, con el corazón a la intemperie y la mirada de un ciervo herido. ¡Cómo le habría gustado al maestro Cela asistir al estreno de esta Carta de amor donde Arrabal se despoja de todo lo superfluo, para brindarnos el ascetismo del llanto, la vibración de una voz íntima que se hace universal! Juan Ignacio García Garzón publicaba el sábado una crítica que parecía dictada por el mismísimo Apolo, de tan penetrante y gloriosamente escrita; así que lo que ahora uno añada sólo serán los jirones estremecidos de un espectador que disfrutó -que sufrió- como pocas veces había disfrutado y sufrido ante la epifanía de la palabra hecha carne, sangre, mito.

Carta de amor se representa hasta finales de marzo en el Museo Reina Sofía, en una cripta cuyo aforo no supera las cincuenta o sesenta personas. Supongo que la elección feliz del escenario se la debemos a Juan Carlos Pérez de la Fuente, director del Centro Dramático Nacional, un hombre tocado por la varita mágica del arte, por ese quid divinum, mixto de curiosidad y entusiasmo, que caracteriza a los elegidos. El soliloquio, que es poesía candente, magma de palabras amasadas con el fuego de las verdades esenciales, lo interpreta María Jesús Valdés, una actriz que parecía predestinada para este papel; hay tanta lúcida amargura, tanta desesperada esperanza, tanta calcinada hermosura en su composición, que, por un momento, uno siente que se halla, más que ante una mujer, ante la encarnación ancestral y eterna de la Mujer. Pero tan infrecuentes milagros no serían posibles sin la existencia previa de un texto de belleza desgarrada, expiatoria, oscura como la noche del alma. Arrabal es en este texto, como en el velatorio de su maestro Cela, un niño trémulo de dolor, agonizante de heridas que dejan su memoria en carne viva. ¡Cuánta valentía estética habrá necesitado Arrabal para sumergirse en el laberinto de sus recuerdos, en los pozos habitados de alacranes donde se custodia la culpa! De ese ejercicio espeleológico, Arrabal regresa devastado, pero a la vez enaltecido por el consuelo de la catarsis. Y, lo que aún resulta más pasmoso, el espectador no asiste meramente a ese proceso, sino que lo vive con toda su fuerza redentora, y se salva con el autor, y al final aplaude con exultación y vehemencia, porque se siente bendecido y perdonado por la palabra.

Y es que la grandeza de esta Carta de amor consiste, precisamente, en que, siendo expresión de una tragedia personal, adquiere valor universal, mítico, y nos interpela a todos, porque se atreve a escarbar en ese légamo de dolor sobre el que se asienta nuestro pasado. La madre encarnada por María Jesús Valdés se convierte en arquetipo o alegoría de todas las madres; el dolor que la despedaza, ese dolor antropófago que ha alimentado su hijo ausente, es el mismo dolor que lastima nuestra existencia, un dolor que nos obliga a descender a las catacumbas del arrepentimiento, para reconciliarnos con nosotros mismos, con nuestro pasado atroz, con nuestros pecados más tenebrosos y atávicos, y buscar, entre tanta angustiada desolación, una tímida luz que ilumine nuestra condena.

Arrabal encontró esa luz, y recuperó el amor de su madre. Nosotros, a través de sus palabras dolorosas como estigmas, crepitantes como hogueras de un fuego que nos consume y purifica, también la hemos encontrado. El arte de Arrabal se ha hecho eucaristía sangrante por todos nosotros.

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