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Danbrowneando

LO afirmaba ayer Ignacio Camacho: una paparrucha con éxito sigue siendo una paparrucha. Ya he expuesto en artículos anteriores la opinión que me merece «El código Da Vinci», novela deliciosamente mentecata que sólo puede disfrutarse como un guilty pleasure. Leer a Dan Brown es como hacerte el harakiri mental: una de esas experiencias abracadabrantes en las que la conciencia se abandona, deseosa de probar ese gustirrinín erótico-lírico que se obtiene cuando la inteligencia dimite de sus funciones y chapotea en los barrizales del ridículo. Nunca he entendido a quienes se obstinan en descalificar al bueno de Dan Brown con criterios estrictamente literarios, mucho menos a quienes la lectura de su bodriazo provoca una suerte de sarpullido intelectual. Cualquier emisión flatulenta de «Gran Hermano» presenta mayores semejanzas con los diálogos platónicos que «El código Da Vinci» con la literatura; y las páginas centrales de «Playboy» provocan más perplejidades filosóficas que las eyaculaciones mentales del bueno de Dan Brown. De ahí que me susciten cierto desasosiego las reacciones indignadas que ha provocado en determinados círculos religiosos la publicación del bodriazo, ahora repetidas con motivo del estreno de su adaptación cinematográfica.

No se puede conceder al bueno de Dan Brown el mismo tratamiento que a Federico Nietzsche. Cuando desde determinados sectores eclesiásticos se combate «El código Da Vinci» como si se tratara de una diatriba implacable contra la doctrina cristiana se revela una lamentable inseguridad sobre los fundamentos de la fe; y, además, se presupone injustamente que los cristianos son un hatajo de zotes, dispuestos a tragarse cualquier mamonada. Una institución con dos mil años de sabiduría acumulada no puede rebajarse a refutar semejantes dislates; sería como si San Agustín se aviniera a polemizar con una panda de frikis del esoterismo. ¿En serio alguien se cree que la fe de los católicos se ha conmovido tras la aparición de este bodriazo? ¿En serio alguien puede considerar que tamaño batiburrillo de chorradas anfetamínicas y chascarrillos de almanaque, servido además con una escritura de encefalograma plano, merece la recompensa de la indignación? Ciertamente, el éxito de «El código Da Vinci» revela el pavoroso estado de depauperación mental que corroe nuestra época; pero confundir los síntomas con las causas denota cierta inepcia en la formulación del diagnóstico.

Mi amado Chesterton ya lo advirtió: «Cuando el hombre deja de creer en Dios, empieza a creer en cualquier cosa». Los hombres de nuestra época han querido prescindir del Misterio; pero, al sentirse extirpados de una parte de sí mismos que los hacía inteligibles, han tenido que llenar el hueco con una morralla de supersticiones: han dejado de creer en un Dios que se encarna para terminar creyendo en un batiburrillo de creencias turulatas, encarnadas en templarios de guardarropía, cultos mistéricos y otras cochambres esotéricas. El bueno de Dan Brown no ha hecho, a la postre, sino sacar tajada del vacío relleno de paparruchas que aflige al hombre contemporáneo. El bodriazo del bueno de Dan Brown es el corolario natural de ese clima de papanatismo new age que nuestra época parece haber entronizado, según el cual cada quisque puede erigirse en fundador de su propia religión. Frente a estos batiburrillos seudorreligiosos de apariencia seductora, la fe católica se presenta como un baluarte de salvación. Y no me refiero aquí a una salvación de índole religiosa, sino cultural. La ortodoxia es ya la única roca de salvación cultural que nos resta contra la intemperie de la banalidad; y, por eso mismo, la única herejía que nuestra época no soporta. Qué gustazo da ser hereje en una época de sincretismos pachangueros.

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