Chirac. Adiós a aquel «ancien régime»
En tiempos de Mitterrand (1981-1995) el Elíseo fue una suerte de Vaticano laico, con incontables pasillos de vodevil negro y libertino. En tiempos de Chirac (1995-2002) el Elíseo se transformó en un
En tiempos de Mitterrand (1981-1995) el Elíseo fue una suerte de Vaticano laico, con incontables pasillos de vodevil negro y libertino. En tiempos de Chirac (1995-2002) el Elíseo se transformó en un gran palacio siciliano dominado con mano de hierro y guante de seda por dos mujeres que conocieron, sufrieron y terminaron dominando ajenas tribulaciones carnales, finalmente sometidas al imperio de sus criterios femeninos.
Conquistado el palacio presidencial, Mitterrand lo convirtió en basílica sacramental de todas las causas socialistas universales, ungidas con las bendiciones o excomuniones de un papa laico, aunque creyente en la trascendencia, que puso el Elíseo al servicio de su iglesia y de la última de sus amantes (Anne Pingeot, madre de Marie Mazarine, la hija oculta durante más de veinte años), instalada en una dependencia gubernamental próxima al palacio.
Uno de los símbolos capitales del paso de Mitterrand por el Elíseo fue el suicidio de François de Grossouvre, un amigo y consejero íntimo instalado en el palacio presidencial. Su responsabilidad era la de velar por la seguridad, tranquilidad y manutención de Anne y Marie Mazarine, que vivían a las puertas del Elíseo, frecuentándolo casi a diario, aunque jamás podían encontrarse con la esposa y los hijos oficiales del presidente. Grossouvre terminó pegándose un tiro, con un fusil de caza, a veinte metros del despacho del jefe del Estado.
Con la llegada de los Chirac al Elíseo, la residencia oficial de los presidentes de Francia cambió de régimen, hábitos, reglas no escritas de comportamiento. Bernadette Cordón de Courcel, aristócrata de cierto rango, esposa del presidente lo ha contado en público: su esposo fue durante muchos años un mujeriego empedernido. «Llegué a pensar en el divorcio», comentó Mme. Chirac. Y agregó: «Nuestro matrimonio estuvo amenazado. Las mujeres corrían detrás de Jacques».
Antes y después de ser presidente, a Mitterrand le encantaba reunir en una misma mesa a amigos y amigas. Michelle Cotta, que fue presidenta del servicio público audiovisual, estuvo en varias de aquellas legendarias cenas, y recuerda: «En ocasiones, había una o dos señoras, o señoritas, que a los postres todavía se preguntaban cuál de ellas sería la elegida».
Sobre la agitadísima vida nocturna de Chirac antes de llegar al Elíseo, el mejor testigo fue uno de sus chóferes, que contó por lo menudo largas «cacerías» nocturnas. Ya en el Elíseo, la mejor anécdota la reveló un antiguo ministro de Interior. El 31 de agosto de 1997, a las tantas de la madrugada, Jean-Pierre Chévenement, ministro de Interior, socialista, intenta desesperadamente hablar con el presidente: Diana de Gales acaba de morir en un escandaloso accidente, en el puente del Alma, a 300 metros de la embajada de España. Chévenement no consigue hablar con Chirac. Preocupado, pide hablar con su esposa, que está sola, en la alcoba presidencial, y le responde, airada: «¿Que si sé donde se encuentra mi marido a estas horas..? ¿Me está usted tomando el pelo?». Mme. Chirac no volvería a encontrarse en la misma situación, jamás. Hubo una «explicación franca» entre los esposos. Y Claude Chirac, la hija mejor del presidente, tomó definitivamente las riendas de la agenda presidencial.
Durante las presidencias de Giscard y Mitterrand, en el Elíseo cambiaron muchos hábitos, muy Antiguo Régimen. Con matices. Giscard adoraba los gestos «populares»: dejarse fotografiar tocando el acordeón, invitarse a casa de un taxista. Pecados veniales. Mitterrand no era hombre de tales familiaridades. Es célebre una reunión entre militantes políticos. Un viejo socialista le pregunta, cordial: «¿Qué le parece si nos tuteamos?». Altivo, Mitterrand responde: «Si usted quiere».
Chirac quizá haya sido el único presidente genuinamente popular de la V República. Tutea y se deja tutear por un saltimbanqui como Patrick Sébastien, animador de televisión: son paisanos. Y Sébastien puede aparecer por el Elíseo a una hora intempestiva con un par de señoritas acróbatas: a Chirac le encanta el circo, el salchichón de su tierra y el vino joven beaujolais. Y es capaz de hablar con naturalidad a la señora de la limpieza, a un capitán de artillería o a los señores Yeltsin, compartiendo con ellos el vino o el vodka necesario para intimar. Denis Tillinac, novelista, otro paisano del presidente, también le tutea: «Jacques ha sido el menos suficiente, el menos arrogante y el menos despectivo de nuestros presidentes».
Gasto disparado
La orquestación de tales familiaridades también ha tenido un costo. Durante las presidencias de Giscard y Mitterrand, los gastos corrientes del Elíseo apenas ascendieron a unos 5 millones de euros anuales. Los Chirac ha disparado el gasto hasta los 32 millones de euros. Los gastos personales de la familia han sido objeto de mil y una historias. Es famosa la anécdota de los 600.000 euros gastados en un viaje de recreo, pagados en efectivo con dinero negro. Los presidentes franceses tienen el privilegio de tener a su alcance sumas significativas para hacer frente a imprevistos.
Jean-François Probst, antiguo senador conservador, cuando Chirac era alcalde de París, cuenta una anécdota significativa. A finales de los ochenta, la crisis de Nueva Caledonia, antigua colonia, territorio francés de ultramar, vive una honda tragedia. Y un senador caledonio, Dick Ukiwé, visita París en busca de ayuda. Probst organiza un encuentro discreto en los salones íntimos de la alcaldía de París. Chirac los recibe en chándal y zapatillas, despeinado. Dick Ukiwé cuenta su triste vida, amenazada políticamente. Chirac, gran señor, le responde: «No te preocupes». El alcalde y futuro presidente se dirige al baño situado en la misma habitación donde se encuentran. Abre la tapa del agua del wc, saca una bolsa de plástico. La abre. Y saca de la bolsa 500.000 francos que le entrega sin recibo.
Ya en el Elíseo tales familiaridades hubieran sido mucho más complejas. Todos los presidentes franceses tienen a su disposición sumas más o menos importantes de dinero para imprevisibles contingencias. Pero en el Elíseo de Chirac, es su esposa Bernadette quien controla esa caja negra. Son famosas las liberalidades y obras de caridad de la esposa del presidente. Buen año, mal año, Mme. Chirac recibe unas 33.000 cartas pidiendo socorro económico urgente. Más de 1.200 reciben respuestas positivas para las que se destinan cientos o miles de euros para cada una.
Tras unas grandes gafas negras
Esa dimensión humana o caritativa, personal, del Elíseo en tiempos de Chirac está encarnada como nadie por Claude Chirac, la hija menor. Los Chirac tuvieron dos hijas, Laurence y Claude. Laurence es la gran tragedia familiar, víctima de anorexia mental, internada en lugar desconocido, quizá en Marruecos. Claude es el rostro humano del patriarca. Vive sola (su esposo falleció en un accidente al poco de contraer matrimonio), en un piso de la rue de Seine. Y saca ella misma a pasear a su perro apenas oculta tras unas grandes gafas negras. Martin, el hijo de Claude, va a una escuela privada y come o cena con sus abuelos en el Elíseo. Su madre cambió el rostro público de Jacques Chirac.
Durante cuarenta y tantos años Chirac padre tuvo la imagen de un coronel de caballería (que lo es, en la reserva), tieso, rígido, rapaz, voraz, cruel, atroz. Claude le cambió las corbatas, le enseñó a hablar en público, le forzó a invitar a gente de la farándula, le fotografió con estrellas del cine y del espectáculo, y le invitó a descubrir la ecología y las civilizaciones antiguas. Chirac que lo había sido todo, conservador nacionalista, conservador reaganiano, laborista a la francesa, radical-socialista de la tradición agraria nacional y antieuropeo convencido, se transformó en un patriarca humanista, capaz de afirmar: «El liberalismo y el comunismo son perversiones del pensamiento». O: «No creo que el descubrimiento de América fuese un gran acontecimiento. No tengo ninguna admiración por las hordas que llegaron a América para destruirla». Dicho esto, fue el primer presidente de Francia que puso un ramo de flores en Madrid en la plaza donde se recuerda a los heroicos madrileños fusilados por los mamelucos de Napoleón.
Nadie se toma muy en serio tales afirmaciones. Forman parte del folklore, los muebles y las cacerolas de un presidente que se dispone a abandonar el Elíseo, no sin melancólica nostalgia.
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