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Un enorme artista

Tras los agasajos cosechados por Todo sobre mi madre, parece que ahora le toca a Almodóvar el turno de las reticencias. Y, sin embargo, Hable con ella se nos antoja una película infinitamente más cuajada que la anterior, donde por fin el director manchego asume la metamorfosis de sus inquietudes, la catarsis de su inusual talento, la maduración de su particular universo creativo. Durante muchos años, Almodóvar fue un genio montaraz y despendolado, bendecido por la frescura iconoclasta; luego, la adquisición de un oficio cada vez más virtuoso entró en conflicto con ese desparpajo arrebatado que caracterizó su juventud, deparando los títulos más artificiosos y envarados de su carrera. Diríase que Almodóvar, encerrado en la crisálida de una transformación interior, no se atreviese aún a iniciar el vuelo sin paracaídas, por temor a defraudar a la legión de sus admiradores, que seguían demandando más de lo mismo. De este atenazamiento surge Todo sobre mi madre, un intento fallido -aunque jaleadísimo- de imponer un género imposible que podríamos denominar «melodrama esperpéntico». En aquella película, sin embargo, ya se atisbaba la perplejidad del artista que escruta caminos nuevos, aunque al final se decida por los más trillados.

Lo que no se atrevió a hacer entonces Almodóvar lo resuelve en Hable con ella, donde el dilema entre artificio y espontaneidad se resuelve, a través de una hermosa síntesis, en la elección de un mundo más introspectivo y sugerente, más desdeñoso de los estrépitos un tanto impostados de anteriores entregas. Almodóvar se ha volcado por fin hacia la espeleología de las pasiones subterráneas, hacia la exploración de esos recintos del corazón donde naufraga la racionalidad y anida la obsesión. Hable con ella nos propone una pasión necrófila, presentada más como sublimación del espíritu que como patología. Sobre el amor a las mujeres muertas y a las mujeres dormidas habían escrito, entre otros, Poe, Kawabata o Dante Gabriel Rossetti, y también los autóctonos Cadarso y Ramón Gómez de la Serna; en sus aproximaciones a la pasión necrófila subyacía siempre una sombra de nocturnidad, de rebeldía frente a las leyes divinas, de agazapada perversión, o bien un intento de cosificar a la mujer. En Hable con ella, las mujeres no están exactamente muertas ni dormidas, sino aparcadas en el limbo de la vida vegetativa; la veneración que sus protagonistas les profesan se plantea como una pasión diurna y límpida, como un exorcismo de la soledad, como un desesperado y delicadísimo anhelo que enaltece sus existencias sin interlocutor, sus vidas demediadas y anegadas de tristeza. Almodóvar, merodeando los territorios cenagosos de la muerte, nos regala una película vitalista, hilvanada de hermosas simetrías, en la que la posible sordidez del asunto queda redimida por un tratamiento insólito y elusivo, en donde incluso descubre una figura retórica nueva, la «elipsis digresiva» (si el oxímoron es tolerable), en la que la consumación del amor es sustituida por el relato de una película muda sobre las tribulaciones de un hombre menguante.

Hable con ella nos emociona con su extrañeza de obra que escruta pasadizos inéditos del alma, un poco a ciegas o entre sueños, como esas mujeres que al principio de la película deambulan por un escenario con los ojos cerrados, esquivando instintivamente mesas y sillas. Quizá cojee de algún hilo de su argumento (el personaje de Rosario Flores defrauda las expectativas dramáticas que habíamos depositado en él; algunos retazos humorísticos resultan intempestivos), pero nos enfrenta a un enorme artista, alumbrado de una secreta poesía que martiriza los tópicos y subvierte los tabúes.

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