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ABC Cultural

HORMIGAS

La fila de hormigas que atraviesa el almacén vacío sigue el mismo itinerario, tozuda, invariablemente. Igual que el señor Lino ficha cada día a las seis y cincuenta y tres porque el reloj va adelantado siete minutos, y permanece en su puesto hasta las tres de la tarde, aunque el reloj marque ya las tres y siete. Ocho horas y siete minutos durante las que se muestra digno, impertérrito, mientras sentado tras su mesa afila lápices y espera a que suene el teléfono o llegue un camión con material para el almacén del que es encargado. Un puesto del que se jubilará en cinco días durante los que tendrá que instruir a Nin, su sucesor. En la importancia que otorga a su trabajo y la seriedad con que se lo toma sustenta su dignidad como trabajador y ser humano, como si cuestionarse el absurdo de haber permanecido durante décadas en una nave vacía, entregado a pequeños rituales insignificantes, pudiera resquebrajar el entero armazón de su existencia.

En los comentarios aparecidos durante la larga gira realiza por «Almacenados» antes de llegar a Madrid, se ha subrayado con frecuencia la interesante filiación beckettiana de este personaje fortificado tras la rutina y que asume paulatinamente las dimensiones reales su actividad laboral en los días que comparte con el aprendiz («Vamos a lo que vamos y estamos a lo que estamos», le repite). Nin pregunta, introduce leves cambios en la inactividad del almacén, propicia algún acontecimiento y acepta finalmente la estupidez de su trabajo, que supone, eso es lo importante para él, un sueldo fijo; un cambio trascendental con respecto al señor Lino: Nin no necesita enmascararse tras una falsa dignidad, le basta con cobrar regularmente al final de cada mes.

David Desola, que obtuvo en 1999 el Premio Marqués de Bradomín por su obra «Baldosas», realiza una inteligente reflexión sobre el trabajo, la sumisión ciega a unas normas, las diferencias generacionales, la falta de ilusión, la soledad... y lo hace sin una pizca de hueca trascendencia, por medio de unos diálogos sencillos y vivos, cargados de humor y que depositan briznas de emoción tras las risas que provocan. Juan José Afonso contribuye eficazmente con su limpia dirección a la fluidez de esta estupenda comedia, que cuenta con una poderosa y al tiempo ligera escenografía proyectada de Jon Berrondo, presidida por el gran reloj que marca la acción. Capítulo aparte merecen las interpretaciones: José Sacristán encarna magistralmente al señor Lino, soberbio en las transiciones de la segura dignidad al trémulo desmoronamiento; un gran trabajo cargado de humanidad con el que llena el inmenso almacén que aparece en el escenario. Y junto a él, justo siempre en la réplica, muy seguro, le mantiene el pulso el joven Carlos Santos. Como escribió mi compañero y amigo Sergi Doria con motivo del estreno en Barcelona: «Almacenados» es teatro de verdad, y lleno de verdad, añado.

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