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El botellón del viernes

AUNQUE con menos talento creador, muchos de los jóvenes españoles de hoy se comportan como si fueran herederos de Paul Verlaine. El poeta al que burló Arthur Rimbaud lavaba sus penas y sus cuernos con absenta -ajenjo le dicen con frecuencia- y nuestros muchachotes, y muchachitas, anulan su esperanza y disimulan su pereza a golpes de botellones en los que, sin mucho respeto al paladar, lo mismo caben el cubata, el calimocho o la cerveza reforzada con algún aguardiente de relleno. El caso es «colocarse» fuera de la realidad y, a mayor abundamiento, hacerlo con quiebra de los supuestos de orden y concierto que entendemos mayoritariamente como imprescindibles para la convivencia. Una dosis de rebeldía es tan imprescindible en la juventud como el acné, pero estamos ya en plena sobredosis.

Los franceses, con buen sentido, prohibieron la fabricación de la absenta hace noventa años y así evitaron muchas intoxicaciones de metílico, compañeras frecuentes de las forzadas ensoñaciones a las que empujaba el brebaje. Incluso aquí, paraíso de la tolerancia nociva, ya hace años que dejó de producirse en la ribera del Mediterráneo, donde estaban sus más fieles clientes. Ahora lo que se lleva, ya digo, es el botellón y, como si se tratara de un pulso al principio de autoridad que nunca debe olvidar un Gobierno son varias las ciudades españolas en las que, vía internet y SMS, innominados jóvenes, dotados de gran aparato y capacidad organizativos, convocan botellones para celebrar una supuesta «fiesta de la primavera».

Me gustaría saber qué y quiénes se esconden tras esas provocadoras convocatorias y supongo que Interior andará en la pesquisa porque no es admisible la hipótesis de su ingenua espontaneidad. De lo que se trata, como en tantas otras ocasiones, es de romper el orden, de lanzar al aire una provocación para que, independientemente de la reacción que pueda llegar a provocar, se vaya degradando y disminuyendo el fundamental principio de autoridad.

Aseguran algunos alcaldes, especialmente en Andalucía, que no disponen de una normativa específica para evitar lo que puede llegar a ser una grave alteración del orden público. ¿Hace falta? En Madrid, ciudad dotada de normas autonómicas específicas para el caso, el problema no será distinto ni su solución más fácil. La autoridad, con tanta prudencia como energía, exige en ocasiones la confrontación e, incluso, la exhibición de la fuerza. Este es uno de esos casos. Ante la ocupación de los espacios públicos con desorden y alboroto no hay vacío legal. Puede haber, o dejar de haberlos, resolución y capacidad para que, aunque resulte impopular, no le quepa a nadie la menor duda de que la calle es de todos y no concede exclusivas, vía telefonillo portátil, a botellones de ningún género. Verlaine, por lo menos, era rebelde en la intimidad de los cafés.

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