Harley Davidson, un siglo sobre ruedas

El cine siempre ha alimentado los mitos. Los propios, y los que le tocan de refilón, como el de estas máquinas de porte imponente que, en nuestra memoria fragmentada en fotogramas, asociamos a rectas interminables, chalecos de cuero, algún que otro tatuaje, chicas y decibelios. Tú, la Harley y el mundo por montera. Un símbolo estadounidense gestado en cien años de historia, en fotografías de las que se cosen a la mirada, en un puñado de canciones y películas. Como en todas las leyendas, como en la vida, quizá importa menos la realidad que cómo se cuenta.
La realidad nos dice que un par de veinteañeros osados, William S. Harley y Arthur Davidson, empezaron a proyectar una motocicleta revolucionaria en 1901, que presentaron su primer modelo en 1903, que ganaron su primera competición en Chicago (1905)... Y, a partir de ahí, carretera y manta. Una aventura que les ha llevado desde un cobertizo de madera en Milwaukee a su actual butaca entre las mejores empresas de Estados Unidos. El símbolo de la libertad, de la bohemia «hippie», cotiza en la Bolsa de Nueva York.
Vicente Beltrán, setenta y cinco años, disfruta con las motos desde hace tanto tiempo que le cuesta trabajo precisar una fecha. Poco después de acabar la Guerra Civil pagó 9.000 pesetas por una Harley de 1934. Luego la vendió para chatarra, por 2.800, porque a su mujer no le hacía gracia. «Eso me ha dolido toda la vida». La siguiente Harley que llegó a sus manos, la que aún pilota («la tengo divina»), tiene su historia. «Pertenecía a la escolta de Franco. En 1942 se subastó, y se la quedó el teniente que la utilizaba. A los dos años pasó a manos de un alto cargo del Ministerio de Industria. Y en 1946 la compré por 12.000 pesetas».
A este empresario de Onda (Castellón) nunca le ha gustado el celofán de rock and roll, objetos de plata y tatuajes con el que se envuelven muchos fanáticos de la marca. En cambio, sí se ha preocupado de que todos los accesorios que ha ido comprando fueran originales. «Cuando me hice con la moto de la escolta de Franco estaba pintada de verde oscuro. Llamé a Estados Unidos, les di el modelo, el número de serie, y me contestaron que había salido de fábrica con un tono crema. Y así la pinté yo».
En aquellos años, los seguidores de la marca de Milwau-kee en España se contaban con los dedos de una mano. Era un puñado de perros verdes, excéntricos sibaritas. En 1981 se dejaron de importar, pero en 1984 cruzó la frontera un holandés, Gerard Van Nierop, que iba a cambiar las cosas. Lo que vio le asombró: «La situación era tercermundista. No había nada para Harley, nada de nada». Ahí apareció su instinto de negociante, que le llevó a crear una empresa dedicada a buscar recambios. La estampa que ahora recuerdan los aficionados, como Rocky, es un trago de nostalgia. «Gerardo iba con un Renault 4 por toda España para reparar las viejas máquinas a domicilio». Entre los clientes estaba la Guardia Real, que tenía una flota de más de cuarenta Harleys. Algo empezó a moverse. En 1987, Gerard importó tres motos. En 1988 vendió una docena en una semana...
En Estados Unidos, hay muchos mojones que subrayan la historia de Harley Davidson. Y dos de ellos, trascendentales, tuvieron mucho que ver con las grandes guerras. Entre 1917 y 1918 salieron de fábrica 20.000 motocicletas militares destinadas a las tropas aliadas en la I Guerra Mundial; entre 1941 y 1945, más de 90.000. Un futuro perfecto, hasta que en los años setenta el camino empezó a llenarse de piedras... de motos japonesas más baratas y extremadamente fiables. Harley, que en 1972 controlaba el 99 por ciento del mercado estadounidense, se quedó diez años después en un 30 por ciento. Pero dos maniobras cambiaron su destino. Puertas adentro, mejoraron la calidad del producto, redujeron costes, crearon los HOG (clubes de propietarios controlados por la fábrica), exprimieron el carisma del producto... Puertas afuera, el gobierno de Ronald Reagan cargó a los importadores japoneses con unos impuestos suplementarios que paralizaron la expansión de sus motos.
Dice Rocky, del Harley Davidson Cataluña, que la clave de cómo la empresa pudo remontar el vuelo fue la apuesta por la personalización, la posibilidad de cambiar muchas piezas. «Como tu casa no hay otra, y lo mismo pasa con la moto. Cuando la aparco, todo el mundo sabe que es la mía». Rocky tiene dos, una que usa a diario y otra para los grandes viajes, de cinco o seis mil kilómetros, al menos uno al año. «Es una forma de vida que tienes que compartir con tu pareja porque te implicas demasiado. Este año me he gastado dos millones en personalizar una de ellas. Y las vacaciones sólo las planifico pensando en la moto. Puedo ir a Marruecos si hay una concentración, por otro motivo no me interesa».
A día de hoy, la producción anual es de 280.000 unidades, el 80 por ciento para Estados Unidos y Canadá. En España, el año pasado se matricularon 1.275 unidades, con unos precios que oscilan entre los 9.000 y los 28.000 euros. En total, según Joaquín Cuñat, de Harley Davidson, por nuestras carreteras circulan 8.000 Harleys.
Una de ellas es la de Vicente Nasio, quien se sumó al club hace diecisiete años, cuando se asustó al comprobar que la máquina japonesa que conducía alcanzaba en un suspiro los 270 Km/h. «Nosotros buscamos la comodidad y las largas distancias más que la rapidez», asegura. Durante unos años, sin hijos entonces (ahora tiene dos), Vicente se permitía el lujo de no tener coche. Se gastó 120.000 pesetas en una cazadora de cuero que le trajeron de Estados Unidos y empezó a viajar como un poseso, de concentración en concentración. En 1985 se fue a París, a una reunión de quince mil personas en la que apenas se encontró con tres españoles y dos chicas con moto propia.
Han cambiado muchas cosas. Los tópicos de otros días (cuero, tatuajes, calaveras, navajas, plata, cadenas, rock and roll, heavy, blues, country, chicas sólo como acompañantes) son ahora verdad a medias. La Harley, por ejemplo, es una seña de identidad de muchos ejecutivos. Incluso ha aumentado el número de chicas con máquina propia: seis o siete en el HDC de Cataluña. Una de ellas es Maquel Amat. «Al principio -relata- notaba miradas o gestos que me hacían pensar que no les gustaba mucho ver una chica en Harley, pero eso cambió cuando se dieron cuenta de que mi pasión por las motos es tanta o más que la suya, cuando vieron que era capaz de hacer miles de kilómetros siguiendo su ritmo. No soy ningún marimacho. Al contrario: madre, ama de casa, esposa y, cuando no voy en moto, llevo falda y tacones».
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