«Hot milk»
Ya, ya sabemos eso de «me ponen mal porque soy el hijo de», pero no cuela. El primer largo de Ricardo Bofill no salva la barrera mínima que se le exhibe a un obra cinematográfica. No había nada que hiciese presagiar una película medianamente elaborada, pero al menos se pretendía un argumento digno, un guión hilado o unas actuaciones decentes. De todo ello, sólo se da la último, y en algunos casos (Ana Turpin y Quique San Francisco, siempre muchos escalones por encima del resto). La historia es peregrina, insólita y absurda. La conexión entre secuencias roza el ridículo y el relato salta de bodrio en bodrio sin sentido común alguno. Todo parece volcado en que la protagonista aparezca, sea como sea, en Ibiza para que tenga que huir, con lamentables toques de castidad, de las bacanales montadas sin ton ni son. En fin, que hay poco que salvar. El mismo Bofill se ha apresurado a reconocer que el guión no es lo fuerte de la película y que es una historia sin pretensiones. Pone el escudo ante las flechas y se queda corto en el diámetro salvador. Todo en «Hot milk» tiene una capa de provisionalidad, una sensación de deberes sin hacer y de «vamos a divertirnos un rato con una cámara mirándonos».
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