Vuelo sin motor: Vicky Lucas
«Contemplé tanto su belleza, que de ella henchida está mi vista». Estos dos versos de Kavafis me vienen que ni pintados para referirme a Vicky, una joven de veintiún años con una cara distinta de lo que mandan los absurdos cánones estéticos en el presente siglo.
En su cualidad de diferente, Vicky es hermosa. Desde niña padece querubismo, una enfermedad que afecta a la mandíbula y los maxilares, que se agrandan en la edad del desarrollo de manera exagerada. Tiene también unos enormes ojos saltones, de un azul intenso, y una brillante melena rubia que reposa sobre sus hombros. Su gesto inspira placidez y bondad. En definitiva, los querubines son espíritus celestes contemplativos de la belleza divina, seres de singular encanto. Sin embargo, de haber nacido años atrás, Vicky hubiera sido vendida por sus padres a un circo, donde recibiría las burlas y los insultos de niños y adultos, los mismos de los que fueron objeto en otro tiempo la mujer barbuda, el hombre elefante, los enanos...
En Esparta arrojaban desde lo más alto de un monte a los que nacían con algún defecto físico; hoy en China los mandan a un orfelinato, donde duermen con las manos atadas para que no se escapen y, de vez en cuando, alguno tiene la suerte de que llega un occidental y lo rescata de aquel infierno.
Pero volvamos a Vicky, que venció depresiones y también la tentación de pasar por un quirófano para suavizar sus rasgos, enfrentándose al espejo, plantándole cara a la vida y aplicando a su persona la filosofía de Hume: «La belleza no es una cualidad de las cosas mismas. Existe tan sólo en la mente que las contempla». ¿Podríamos decir que el rostro de Vicky es surrealista? Sí, claro que sí, pero esto no significa que su desproporción sea desagradable o antiestética. ¿Cabría la posibilidad de que todos estuviéramos equivocados y que en realidad ella fuera una auténtica poseedora de sublimidad? ¿Por qué no? Lo único positivo es que cada vez somos menos crueles, que ella ha podido salir de su profundo sufrimiento y que se ha sacudido los prejuicios discriminatorios que la sumían en una infinita tristeza.
La dulzura de su rostro encandila, la enormidad de sus rasgos nos recuerda a las muñecas que mecíamos, y que peinábamos y que nos acompañaban en las horas de sueño cuando éramos pequeñas. Esto me viene a dar la razón cuando hablo de su delicadeza: un niño rechaza por instinto todo lo que no es grato a la vista.
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