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Todo por la audiencia

Los violentos modos, el machismo feroz y la sostenida agresividad de uno de los participantes del concurso televisivo «Gran hermano», que hace unos días llegó a maltratar físicamente a otra de las concursantes, ha generado un aluvión de críticas y ha originado una respuesta unánime por parte de partidos políticos y asociaciones de muy diverso ámbito, que han solicitado a la cadena que emite el programa, Telecinco, la expulsión del concursante. No es «Gran hermano» —que vive estos días su segunda edición— un programa ajeno a la polémica. Su propia naturaleza —la convivencia de un grupo de personas bajo el mismo techo durante un largo período de tiempo, con la permanente vigilancia de las cámaras— motivó ya un sinfín de críticas hace un año, cuando empezó su emisión.

Las excepcionales cifras de audiencia alcanzadas y el desaforado seguimiento por parte de distintos medios de comunicación fueron el arma esgrimida por los responsables del programa como defensa de su producto, presentado fatuamente en un principio como «experimento sociológico».

«Todo por la audiencia» se ha convertido, efectivamente, en el lema indiscutible de la televisión española actual, en el motor que guía las programaciones y en el salvoconducto con el que se pretende justificar lo que muchas veces es injustificable. «El público tiene derecho a saber...», «El público demanda...» son los argumentos que se suelen presentar como defensa de una televisión que, en líneas generales, ha bajado mucho el listón de la imaginación y del buen gusto, y que cada vez se está alejando más de la realidad social española.

Cierto es que las televisiones privadas están orientadas como un negocio, y que sus ingresos dependen de la audiencia. Y es verdad también que con frecuencia se juzga la programación televisiva con actitud farisaica, porque al fin y al cabo no es más que un medio de entretenimiento y un generador de espectáculo. Pero no es menos cierto que la televisión española parece haber rendido los brazos y se ha dejado llevar por la brocha gorda, que llega efectivamente al «gran público».

La lícita búsqueda de la audiencia no puede servir nunca de coartada para que las televisiones, como el resto de medios de comunicación social, se laven las manos sobre su inexcusable responsabilidad social. No se educa desde las televisiones, ni desde las emisoras de radio, ni desde los periódicos, desde luego. Pero sí se tiene el deber de ser el espejo de la sociedad en la que conviven, de subrayar sus valores y de marcar sus ritmos. Ser esclavo de la audiencia —por otra parte, absolutamente inestable e inescrutable— es abdicar de su responsabilidad.

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