Nostalgia de la derrota
Confesaré que hace ya algunos años dejó de interesarme el fútbol, y, muy especialmente, los campeonatos internacionales, en los que mi orgullo patriótico resulta sistemáticamente vapuleado, después de que los cronistas deportivos lo hayan excitado con promisorias hipérboles. Con los cronistas deportivos ocurre lo mismo que con los críticos literarios más optimistas o analfabetoides: la ausencia de perspectiva histórica los obliga a incurrir en excesos irrisorios cuando enjuician el trabajo de sus contemporáneos. Del mismo modo que los suplementos culturales de los periódicos saludan cada semana la aparición de tres o cuatro obras maestras que dejan chiquitos a Virgilio, Cervantes y Proust, los periodistas deportivos suelen amenizar sus comentarios con disparates que siempre me han llenado de sonrojo e hilaridad. «Contamos con la mejor generación de futbolistas de todos los tiempos», he oído decir a muchas cacatúas radiofónicas, con un desparpajo unánime y amnésico que pisotea la memoria de aquellos jugadorzuelos ínfimos llamados Gaínza, Suárez o Gento. Uno de los síntomas que caracterizan esta época que nos ha tocado en suerte vivir es el triunfalismo tontorrón y efímero, la deificación del presente en detrimento del pasado, ese cachivache del que nadie quiere aprender.
Luego, cuando la participación (genuflexa o de puntillas) de nuestra selección concluye, los ditirambos se convierten en vituperios. Aquella generación de futbolistas excelsos se convierte, como por arte de birlibirloque, en un hatajo de vagos y señoritingos de mierda. Durante meses, la ocupación predilecta del aficionado consiste en increpar a sus ídolos con insultos que se extienden a sus parientes en línea recta y colateral. Luego, a medida que se extinguen los ecos del cataclismo y los jugadores de la selección autóctona se reponen de los varapalos recibidos por potencias balompédicas del calibre de Paraguay o Noruega, comienzan los periodistas deportivos a entonar tibias palinodias: «Hay que reconocer que, pese al descalabro sufrido, contamos con un conjunto sólido»; y más tarde, cuando se inicia la liguilla de clasificación para el siguiente campeonato: «Nuestra selección cuenta con alguna de las más rutilantes individualidades del concierto europeo»; para, por fin, concluir, en un ejercicio de euforia cíclica: «La brillante clasificación de nuestro combinado nacional nos augura un campeonato donde quizá se rompa el maleficio que nos persigue». En vísperas de la celebración del campeonato de marras, los periodistas deportivos, embalados, profieren: «Sin lugar a dudas, nuestra selección es favorita indiscutible al título. Vamos a arrasar». Invariablemente, nuestra selección despacha su debut con una derrota lánguida o un rácano empate, y entonces se reproducen las lamentaciones jeremíacas. Y así hasta el infinito o la náusea. Pero este patriotismo ciclotímico, al menos, nos mantiene entretenidos hasta que sobreviene el siguiente ridículo.
Inconcebiblemente, la selección española ha infringido la tradición, propinando una derrota a Eslovenia, otra potencia balompédica de no menor calibre que Paraguay y Noruega. Inconcebiblemente, nuestros jugadores no han saltado al césped atenazados por esa suerte de agónica ansiedad con que aderezan sus comparecencias en cuanto campeonato europeo o mundial participan. Inconcebiblemente, el aficionado ha tenido que sustituir el tradicional sentimiento de agria exasperación y postrado desengaño por otro de «curiosidad esperanzada» (Miguel Pardeza dixit) o presentido entusiasmo. Y lo cierto es que el aficionado se siente perplejo y desorientado, como embutido en un traje que no le corresponde. ¿No será que la rutina de la derrota es más acorde con esa vocación de catástrofe que llevamos inscrita en los genes?
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