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ABC Cultural

Ni química ni física

Ésta suena a visto. Y, por cierto, el pasado fue mejor. Aquella se llamaba «El juego del halcón» (1985) , y andaba por medio Timothy Hutton, Sean Penn y, sobre todo, Lori Singer, de la que, lamentablemente, poco volvimos a saber. La trama es aquello de Chendo tirándole un caño a Maradona en la esquina del Bernabéu, es decir, los pajaritos tirando a las escopetas, o lo que es lo mismo, estudiantes y demás jovenzuelos (y no tan jovenzuelos) de Occidente sirviendo de espías a los fríos y malévolos rusos, ora por el afán contestatario de los «snobs» ingleses, ora por moderneces más entendidas.

De cualquier forma, la idea no es nueva. Aquella película, la de Hutton y Penn, era un ejercicio atractivo, lleno de colorido y aristas, claro que el asunto lo dirigía John Schlesinger («Cowboy de Medianoche» o «Maraton man»), que no es moco de pavo. Esta «Tercera identidad», que trata de lo mismo con una historia de amor por medio, no le llega ni a la suela de los zapatos a aquélla, y eso que no fue el mejor trabajo de Schlesinger.

La cinta, aunque contenga una atmósfera opresiva ciertamente interesante (está bien retratada la angustia y soledad de los lóbregos pisos rusos), arrastra problemas por doquier: plana en la construcción, absurdamente solemne y sin pasión alguna. Lo cierto es que la obra de Kanievska se desarrolla sin mayor interés que el curioso ejercicio mental que hacían los chicos de Oxford, Cambridge y demás para cambiarse de calle, de ideología y de política.

Pero, aún siendo casi todo discreto, por no decir mediocre, lo peor es el dúo protagonista, no individualmente, sino en conjunto, porque hay menos química entre Ruppert Everett y Sharon Stone que entre un pelicano y una leona, valga la metáfora. Entre la flacidez, ya habitual, de uno, que suele confundir la elegancia con la decadente dejadez; y la rigidez de la otra, que parece una piedra Pómez, hacen un pan con unas tortas, lo que acaba de lastrar la película, de la que sale uno con el bostezo en la boca y las legañas en los ojos. Todo eso por no hablar de un gran estiramiento en la cinta, de la que sólo se salva un leve interés por si los implicados llegarán a buen puerto, aunque no se sepa si es el acertado.

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