Ever Maximiliano David
Aún estoy esperando que se arrepienta en el último momento
Banega golpea el balón durante la final de la Europa League
Muchos años después de que su padre, frente al pelotón de fusilamiento de los recuerdos, le explicara a su hijo lo que es el hielo de la ausencia y el frío del adiós, espantó el abatimiento de su corazón con lágrimas en los ojos, rememorando ... la magia de un hombre que hacía feliz a la gente. Su hijo lo miraba entre el embeleso y el asombro, porque en las estrecheces del Coronado, con el botellín de Cruzcampo a temperatura polar, trataba de explicarle cómo aquel tipo con nombre de personaje de «Cien años de soledad», era capaz de jugar al billar a tres bandas con el balón entre sus pies. Al igual que Melquíades, el gitano mago de la novela de García Márquez, el criollo era capaz de devolverle la felicidad a los que jaleaban sus inventos, ya fuera el imán de sus botas desguazando la tornillería de las escuadras de las porterías o el telescopio de su inteligencia promoviendo que, el común de los mortales, se acercara al entendimiento que tenía del fútbol a lo grande. Melquíades regresaba a Macondo por el mes de marzo, para volver del revés al pueblo del banano y los gallináceos, con la magia de lo que encontraba en su deambular por el mundo: la gallina de los huevos de oro, el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, los loros multicolores que cantaban romanzas italianas, el menjunje que te hacía desaparecer reduciéndote a una mancha de alquitrán en el suelo…Nuestro mago nació también con el don de Melquíades y repartió felicidad, asombro y entusiasmo. Yo creo que ese don le nació en la pila baustismal cuando bendijeron al rosarino con un nombre tan mágico: Ever Maximilano David Banega.
Con ese nombre no puedes dedicarte a aplastar terrones, a cortar troncos ni a zamarrear bellotas. A ese nombre hay que rellenarlo de paladar, como hace el coñac con el bizcocho, para poderlo pasear por el mundo como un trasunto literario de exquisita inspiración en el universo agropecuario del fútbol. Por eso, tantos años después de su marcha, el padre que le explicaba a su hijo en el Coronado que en Nervión hubo una vez un mago que jugaba con la geometría, hacía cálculos trigonométricos de ángulos inverosímiles y se zafaba, como el gran Houdini, de las cárceles de sus marcadores como si tuviera la llave maestra de las puertas del fútbol, su recuerdo aún sigue vivo. Los magos nunca dicen adiós: Melquíades en la novela de Gabo, tras padecer unas fiebres epidémicas, regresó a la vida porque no soportaba la soledad de la muerte. A nosotros, a los que vivimos para Nervión y por Nervión, nos pasa algo parecido con nuestro brujo. Su ausencia puede ser sentida como un adiós fatal. Pero siempre vivirá de blanco y rojo en nuestra memoria, porque no somos capaces de soportar tanta distancia. Canta el bolero que la distancia es el olvido. Solo en los casos mayúsculos de personajes sobrenaturales se equivoca el verso. La grandeza siempre tiene memoria y alguien que le escriba.
Ever Maximiliano David, con nombre de personaje de «Cien años de Soledad», es ya patrimonio de la leyenda, dominio del recuerdo, imperio de la evocación. Vivirá en la magia que derrota al tiempo y en el brillo de la plata de sus triunfos europeos. Es carne de tertulia, argumento de sobremesa, recuerdo de yonquis y gitanos que en, las frías tardes de invierno, lo invocarán frente a la chimenea por aquella jugada contra la Roma o derrochando torería con el peluquín de Conte, un tal del Internazionale de Milán debidamente caneado. Rey del mosto y sastre mayor de las sotanas, con él vivimos al límite con su preciosismo. Incluso cuando, por exigencia del propio guion futbolístico, nos ponía a buscar la cafinitrina mientras gambeteaba con sus huevos de oro al borde de la propia área, como los niños se entretienen en los parques. Se fue el futbolista con nombre de mago y que tanta felicidad dejó en Nervión como lágrimas de verdad en su despedida. Hace de eso casi una semana. Y aún estoy esperando que se arrepienta en el último momento…
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