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jesús navas

Ese chiquillo de ojos claros

Jesús Navas se despidió de su estadio y su gente en un precioso epílogo a su carrera deportiva

Alberto Fernández

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Se va. Ya se ha ido. Y no se irá nunca. Qué difícil es permanecer sin estar. Tanto como volar sin alas, como soñar despierto con la imaginación única de los niños, de ese chiquillo que se convirtió en leyenda sin pretenderlo, sin desearlo, ... sin ni siquiera imaginarlo. En esta época del año, donde la felicidad y la pena invade los hogares a partes iguales, superando el dolor de los que no están y tanta falta hacen, con esos pequeños a los que no se les puede negar un ápice de ilusión, se nos ha presentado una despedida casi por fascículos para la que no estábamos preparados. Ni un poquito sólo. Jesús Navas ha dicho adiós con la misma cara de niño entre asustado, sorprendido y agradecido (esto último, siempre) con la que se presentó en el primer entrenamiento de Joaquín Caparrós hace más de 20 años. Como quien necesita pedir permiso por estar en el centro de un escenario al que no ha sido invitado. Cada ovación no ha sido merecida, sino lo siguiente. Cada gesto de cariño ha sido devuelto por Jesús por mil. Un futbolista distinto por esa forma de vivir tan poco habitual en los de su especie. O es que quizás sólo haya sido un chaval que se ha dedicado a jugar al fútbol, tan rematadamente bien que ha podido hacer carrera entre los elegidos, pero sin pretenderlo. Sin que fuera su ilusión en la vida, sólo una pasión escondida, pero que estallaba delante de cualquiera que lo mirase un minuto. Entre ese fogonazo que siempre ha llevado su fútbol, con esos ojos claros que parecen de hielo, ha combinado su destreza con los pies con la humildad de quien nada le debe a nadie. Y tantos le deben a él. No importa. No ha mirado ni siquiera lo conseguido estos años. Lloraba si no lo convocaba la selección. También si no podía ayudar al Sevilla aunque apenas pudiese poner un pie fuera de la cama. No ha habido otro igual en Nervión. Ni lo habrá.

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