Al este de los Hamptons con James Salter
El autor recibió a ABC Cultural en su casa de Bridgehampton, a dos horas de Manhattan. Un refugio que comparte con su esposa, la escritora Kay Eldredge, y donde la literatura lo cubre todo
INÉS MARTÍN RODRIGO
James Salter reparte sus días entre Aspen (Colorado) y Bridgehampton (Nueva York). A sus 88 años mantiene el vigor que sólo aporta la sincera escritura y la calma del héroe anónimo que un día voló para salvar destinos ajenos. Hoy ya no vuela, aunque ... lo echa de menos, pero sí escribe. Y espera seguir haciéndolo hasta que lleguen los siempre apresurados pasos de la muerte. Entretanto, y ante la falta de tranquilidad que supone un convulso año editorial (el de su vuelta a la novela después de 30 años), da largos paseos con su esposa, descubre nuevos talentos literarios como el de Zadie Smith y hasta se anima a recibir a osados periodistas dispuestos a cruzar el charco para pasar una mañana con él.
En Bridgehampton , James Salter es un vecino más. Ajena al ruido y la furia de la vecina Manhattan (está a poco más de dos horas en autobús), esta pequeña localidad emerge con sencillez en los Hamptons . La humildad de sus calles, muchas de ellas desnudas de aceras, contrasta con el lujo embriagador de Southampton, destino vacacional de la clase alta neoyorquina, donde hasta las mascotas visten de Vuitton . Por eso Salter escogió Bridgehampton.
La casa del escritor, de pulcra madera, está en mitad de ninguna parte y, sin embargo, es el centro de todo. Lo sabes cuando estrechas su enorme mano después de que él mismo te abra la puerta. Su robusta candidez contrasta con el desagradable tacto (físico y personal) del taxista que te ha llevado a tu destino. Te hace pasar y, nada más entrar, el aroma de los libros inunda tu ánimo. Cientos, miles de libros dispuestos a lo largo de altas estanterías en la planta de abajo. Junto a la cocina, una pequeña estancia donde tendrá lugar la charla. Más libros. Un corcho lleno de recortes en el que una postal con sello español capta mi atención. «Hay tantos peces en el mar», reza un papel ajado y tantas veces observado. Tomamos asiento. «¿De dónde viene usted?», me pregunta. Fijo la vista en cada rincón de la casa e intento responder sin premura, memorizando su prosa, tierna y delicada, pero directa.
Ojos azul profundo
Nuestra charla comienza hablando de Hitchens y la mortalidad. De Philip Roth y el dolor de la pérdida. De Zadie Smith y sus cuentos, «mucho mejores que los míos». Los ojos de Salter, de un azul tan profundo que invita a sumergirse en ellos, brillan tanto como el sol de esa fría mañana de diciembre. Al poco tiempo entra su mujer, la escritora Kay Eldredge . Es su segunda esposa y con ella tuvo un hijo que hoy es casi treintañero. Ella le aporta la vitalidad que un día le permitió pilotar y le guía en el desconcierto de los papeles desordenados y las agendas repletas. Lejos queda la tristeza por la pérdida de su hija Allan, fruto de su primer matrimonio y cuyo cuerpo electrocutado e inerte encontró Salter en su casa de Aspen. «La muerte de los reyes puede ser recitada, pero no la de un hijo», aseguraba Salter en sus memorias. Hoy, sigue sin poder escribir de ella.
Pero, antes de llegar ahí, Salter ha abierto con ilusión y cierto embarazo una edición bilingüe de «Poeta en Nueva York», de Federico García Lorca . Un entrevistador nunca debe agasajar a su entrevistado, pero Lorca le apasiona y hay ocasiones que no deben desaprovecharse. Se lanza con soltura a hablar del autor de Bodas de sangre. «Su poesía y su vida tienen algo que me atrae. Sus colores, su maravillosa melancolía, su arrogancia e ilusión.» Y de ahí pasa a Colette -su máximo referente literario-, Saul Bellow, Chéjov, Isaac Babel, Henry Miller y hasta Hemingway .
Media hora a solas
Todos ellos pueblan la enorme biblioteca que nos circunda, cuya magnitud tengo ocasión de comprobar cuando me quedo sola, durante unos minutos, en la casa. Salter se disculpa. «Debo llevar a mi mujer a coger el autobús. No serán más de diez minutos. El baño está al fondo.» Los diez minutos terminan siendo casi media hora que para mí fueron minutos. Ejemplares apilados de The Paris Review, libros de Alice Munro ( su Nobel es «maravilloso» , según Salter), novelas de Philip Roth , la correspondencia de Truman Capote , una edición del soberbio «Jernigan», de David Gates (publicado en España por Libros del Asteroide ), otra de «Las correcciones», de Jonathan Franzen , Marcel Proust, Joyce Carol Oates, Joseph Roth... y tantos, tantísimos otros.
Pero no sólo de literatura vive Salter. Junto a la chimenea, un pequeño aparato de música sobre el que reposa un disco de Juliette Gréco y las mejores sonatas de Domenico Scarlatti. Quién sabe si Salter y Kay se refugiaron la noche anterior del frío temporal que cubrió de nieve la Costa Este con la voz arrulladora de la francesa. Con una copa de vino y la chimenea encendida.
La imaginación echa a volar hasta que Salter regresa y retomamos nuestra conversación. El autor vuelve curioso y se lanza a intercambiar papeles con la periodista. «¿En serio se estudia Historia en Periodismo?». Yo le contesto con un titubeante sí, porque si supiera el contenido de algún que otro plan de estudios se echaría a temblar. «Bien, ha acabado mi turno de preguntas», bromea.
Salter no es muy amigo de los libros electrónicos, pero acude a Google para despejar una duda. Siempre que escribe un libro lo hace pensando en un pintor. En «Todo lo que hay» (Salamandra) al principio pensó en Kandinsky , pero terminó eligiendo a Ernst Kirchner . Se acerca el mediodía y la conversación toca a su fin: «¿Le llevo al autobús? ¡No se olvide las botas!». Imposible olvidar cuando el que conduce es James Salter.
Al este de los Hamptons con James Salter
Noticias relacionadas
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete