LIBROS
Lecturas al calor del verano
Si por algo se caracteriza el verano es por las altas temperaturas. Ellas también son las grandes protagonistas de un puñado de títulos imprescindibles. Literatura que derrite el asfalto
manuel vilas
Hace unos años visité la casa museo del escritor José Lezama Li-ma en La Habana. Era finales del mes de julio. El calor era insoportable. Aquella minúscula casa de la calle Trocadero me pareció un infierno. Pensé en Lezama, sudando a chorros y escribiendo « ... Paradiso» auxiliado por un ventilador de 125 voltios. Entonces comprendí que la literatura en el pasado requería poder físico, más poder físico que intelectual incluso. Escribir una novela como «Paradiso» a 40 grados de temperatura es un milagro del poder de un cuerpo.
En la casa museo de Alejo Carpentier la sensación era idéntica: el fuego del infierno acelera las imaginaciones más brillantes. El autor de «Los pasos perdidos» tuvo que sudar la gota gorda allí, en La Habana, porque todos los escritores en español, españoles e hispanoamericanos, han escrito bajo el calor y el calor es una forma de conocimiento, pese a aquello que dijo Nietzsche: «El calor es enemigo de la civilización». Seguramente estaba pensando en nosotros, en España. Puede que Nietzsche nos odiara. Pero en ese caso tendría que odiar también a Dante. Porque Dante inventó para la literatura el fuego extremo del «Inferno». El calor en llamas como castigo contra el Mal, y también como forma de purificación.
Luis Martín-Santos: «Ya me he tostado, el sol tuesta, va tostando...»
El calor, en la literatura, es una paganización de Dante. Siempre he pensado que el célebre soneto de Garcilaso contenía una errata terrible que no supo advertir ninguno de sus rigurosos comentaristas históricos, y que su versión original, la que Garcilaso escribió, no invocaba «la color» sino «la calor» y por tanto decía así: «En tanto que de rosa y azucena / se muestra la calor en vuestro gesto, / y que vuestro mirar ardiente, honesto, / enciende al corazón y lo refrena».
Azorín sudaba, nosotros no
El calor es erotismo, el color no. Y Garcilaso lo sabía, cómo no saber eso. «Calor y moscas», dice un verso del poeta español Juan Luis Panero que evoca al fantasma enterrado en Cúcuta del olvidado poeta colombiano Jorge Gaitán Durán . Y al final de «Bajo el volcán» el Cónsul conoce la lava del infierno, el calor extremo de la destrucción de todas las cosas. El alma de Malcolm Lowry era el volcán mismo, el calor absurdo dentro de un cerebro humillado.
El 27 de agosto de 1887, Arthur Rimbaud escribe a su familia desde El Cairo lo siguiente: «Los calores en el Mar Rojo eran insoportables, siempre entre 50 y 60 grados». Al final, Rimbaud tuvo su buena ración de infierno, pero no en París, sino en el Mar Rojo.
Calor y muerte se funden. Los primeros muertos mueren sudando
Pero seamos más sociológicos y menos mitómanos: ¿desde cuándo los escritores españoles gozan de los modernos aires acondicionados y pueden terminar sus novelas en verano? No más de veinte años. Yo diría que menos, diez años. Y en muchos casos, cinco años. Es imposible acabar una novela en los veranos españoles sin aire acondicionado. Un escritor sevillano, o cordobés, o zaragozano, o zamorano, o cacereño, o soriano, o burgalés, o salmantino, o madrileño, no podrá con el sudor infernal de las tramas y perderá el hilo. ¿Desde cuándo se escribe tan buena literatura en los veranos españoles? Desde la democratización de los potentes aires acondicionados. Azorín sudaba, nosotros no.
No en vano, con una invocación a San Lorenzo y a la simetría de los quemados vivos termina la excepcional «Tiempo de silencio», de Luis Martín-Santos (probablemente la mejor novela española del siglo XX): «Ya me he tostado, el sol tuesta, va tostando… dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado… y el verdugo le dio la vuelta por una cuestión de simetría». Ese San Lorenzo que pide la simetría del fuego bien pudiera alegorizar, y más en este 2013, a la clase media europea, ya quemada por un costado, y pidiendo, aunque solo sea por fe en la simetría, ser quemada por el otro costado. No creo que la crítica que late en ese alegórico San Lorenzo nos haya abandonado a los españoles; seguimos viviendo dentro de la novela de Luis Martín-Santos.
Cordones como sogas
Mucho calor hace también en ese domingo de agosto que se narra en «El Jarama», de Rafael Sánchez Ferlosio. El calor en la literatura española es una categoría moral, una especie de sentimiento histórico de la vida. El calor es casi política, un estado político. En la película «La caza» , de Carlos Saura, el calor y el sudor y el bochorno son Historia de España. En esa película de Saura, el calor es una alegoría de la Guerra Civil española. La Guerra Civil española comienza en el tórrido verano de 1936. Calor y muerte se funden en la misma cosa. Los primeros muertos mueren sudando. Para el poeta Miguel Hernández el calor no existía, lo que existía era el sudor de los trabajadores, como recuerda en su poema: «Entregad al trabajo, compañeros, las frentes: / que el sudor, con su espada de sabrosos cristales, / con sus lentos diluvios, os hará transparentes, / venturosos, iguales». Parece muy social y político el calor español.
Scott es la levedad maravillosa. Hemingway es un tanque de guerra
En la célebre novela «El gran Gatsby», de Francis Scott Fitzgerald, la escena más famosa ocurre en el Hotel Plaza de Nueva York en una tórrida tarde de verano, donde el calor es el protagonista absoluto de toda la acción. Todos sudan: suda Jay Gatsby dentro de su camisa rosa, suda Daisy, suda su marido, Tom Buchanan, suda la bella Jordan y suda el narrador, Nick Carraway. Nick nos cuenta que todos sudan. Ese calor neoyorquino es un calor romántico, aristocrático. Fitzgerald era un romántico, un romántico que fue también uno de los mayores escritores de la Historia de la literatura universal. Su talento me parece superior a Faulkner o Hemingway. Scott es la levedad maravillosade las estrellas. Los otros dos son tanques de guerra. En verano la guerra no apetece.
A Jay Gatsby no le basta con que Daisy le ame en el presente y le confiese en público ese amor al truchimán de su marido. Gatsby exige que Daisy le diga a su marido: «Nunca te quise». Díselo, le dice sudando Gatsby a Daisy, dile que nunca le amaste, que solo me has amado a mí. Es una escena infernal. Solo podía ocurrir entre llamas, entre sudores, entre asfixias. Todos vestidos con camisas y americanas y corbatas y zapatos duros con cordones como sogas. Todos a punto del ahogamiento moral y el fantasma del Amor manifestándose a través del calor. Este pasaje de «El gran Gatsby» es dantesco, frívolamente dantesco si se quiere. Uno se enamora de las posibilidades morales del calor cuando lee «El gran Gatsby», una novela perfecta, humilde y poética.
Sin el calor, Jay Gatsby no sería ese ídolo dorado que soñó Francis Scott Fitzgerald. Y, a la postre, el calor fue para Gatsby lo que el alcohol para su creador: un bíblico adorno literario para entrar en la autodestrucción con la elegancia altiva de quien fue el mejor hombre del mundo: porque Fitzgerald era Gatsby, y el calor fundió en un solo ser a Fitzgerald con Gatsby, un matrimonio en la ceniza, como tanto le hubiera gustado a William Blake.
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