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UNA RAYA EN EL AGUA

CAMELOT

IGNACIO CAMACHO

La muerte de Suárez ha despertado una conciencia cívica cataléptica que no habrá muchas oportunidades de reanimar

ANTES de que se evapore la atmósfera de anhelo, antes de que la emoción póstuma se disuelva en un vaho de ocasiones perdidas, alguien debería recoger ese testigo. El que quedó sobre el pavimento de Madrid tras las exequias de Suárez, el que flotaba sobre los ecos del tam-tam popular de las redes sociales y las charlas familiares ante el televisor. El del respeto, la admiración y la nostalgia que llevó a miles de personas a pasar horas de frío y relente para despedir al héroe de nuestro Camelot fundacional. El del soplo de esperanza que durante unos días ha recuperado en la España del desencanto, la tribulación, el nihilismo y la tristeza, una vaga cosquilla de confianza en la política. En cierta política.

No habrá muchas más oportunidades. La sacudida emotiva que ha provocado la muerte del presidente de la Transición podrá responder a una mezcla de piedad, autocompasión, melancolía o simple sentimentalismo, pero ha despertado en la sociedad española una conciencia cívica que sufría la larga catalepsia de la decepción. Tal vez se trate de una mitología sebastianista, como apunta Gistau, relacionada con la leyenda universal del redentorismo pendiente; sin embargo, la gente quería creer que hay otra política posible. Y hacía mucho tiempo que los dirigentes públicos, ministros, diputados, gobernantes, no podían recorrer a cuerpo limpio las calles sin recibir un solo insulto. Ocurrió en Madrid, hace una semana, en el crispado Madrid de la indignación y las manifestaciones, y el pueblo sólo les decía que tomasen ejemplo del hombre cuyo cadáver acompañaban. Que abandonaran el solipsismo, el ensimismamiento sectario, el egoísmo de casta, y recuperasen la generosidad, la voluntad de encuentro, la audacia.

Si esa penúltima ilusión se pierde en el tiempo, si se diluye de nuevo en la endogamia partidista y en la refriega del poder, si no hay nadie que aproveche esta coyuntura de sazón para generar una expectativa de positivismo, la crisis de los valores políticos alcanzará un punto irreversible. Han pasado seis días y no se ha producido un solo gesto, una iniciativa, un paso al frente. El consenso continúa siendo un desiderátum retórico en medio de un fragor de trincheras. No ha habido siquiera un testimonio de homenaje más allá de la simbología funeral. Y sobre el vacío de una política corta de miras y de luces sigue pesando la añoranza del arriesgado espíritu suarista como una ficticia, edulcorada ensoñación propia de los guionistas de «Cuéntame».

Pero el pueblo, ha recordado –con la benevolencia selectiva del tiempo ido, sí– que no fue una utopía. Que la concordia fue, en efecto, posible. Que hubo una vez en que el liderazgo abrió caminos donde no los había. Y en esa memoria recuperada no habita sólo el mito edénico y liminar de toda sociedad sino la aspiración de contar con el impulso que le permita volver a parecerse a sí misma.

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