Cuando la FIFA es la vida: Joseph Blatter, el presidente sin fin
El polémico presidente del organismo que rige el fútbol mundial es candidato a un quinto mandato a partir de 2015, lo que podría extender su reinado a la friolera de 21 años
SEBASTIÁN FEST
Lanzar un «¿hasta cuándo, Sepp?» no tiene sentido con Joseph Blatter, el hombre para el que la FIFA es casi la vida misma. Candidato a un quinto período a partir de 2015, lo que podría extender a 21 años su reinado en el búnker de ... Zúrich, a Blatter podría definírselo como el presidente sin fin. Y así y todo sería quedarse corto. El pequeño suizo de 78 años trabaja en el ente rector del fútbol mundial desde 1975, ya 23 años antes de llegar a la presidencia. Secretario general del brasileño Joao Havelange entre 1981 y 1998, en París alcanzó la cumbre al ser elegido presidente. Ahora, impulsado por el deseo de derrotar a Michel Platini, quiere más: otros cuatro años que podrían proyectar su presidencia hasta los 83.
Carismático, arriesgado, contradictorio, políticamente incorrecto , turbio y transparente a la vez, Blatter vive su trabajo con una intensidad que lo hace incomparable. Su sueño era ser futbolista profesional, por eso no pierde la oportunidad de jugar con los equívocos e ironizar sobre su padre rescatando una frase que le dijo en los años 50. «Me dijo que no tenía futuro en el fútbol… ¡¡Un profeta!!». Cada vez que lo cuenta, sus carcajadas se confunden con la de los oyentes y ya no hacen falta mayores precisiones: lo que su padre le dijo fue que no tenía futuro como centrodelantero, como futbolista profesional. Y estaba en lo cierto. Otra cosa es hablar de su futuro «en el fútbol».
Dijera lo que dijera su padre, a Blatter nunca le faltó confianza. Se cree capaz de todo, incluso de ganar un «partido» imposible: cambiar 2.000 años de historia y convencer al Papa de aceptar el divorcio. Aquello fue en 2003. Enojado, inició una campaña para reclamar a la Iglesia Católica que retirara el calificativo de «pecadora» a su tercera esposa. Exigió, en una carta con el Papa Juan Pablo II como destinatario final, que se hicieran «saltar las cadenas del derecho canónico».
Blatter quería casarse por la Iglesia Católica –lo había hecho por la reformista con Graziella, su tercera mujer y 26 años más joven que él–. Pero a ojos del catolicismo el primer matrimonio de Blatter –su segunda esposa murió– seguía siendo válido. Y Graziella, amiga de su hija y entrenadora de delfines, era una «pecadora». «Dios es el dios del amor. ¿Es esta Iglesia también la iglesia del amor?», se preguntó Blatter en un escrito entregado a Norbert Brunner, obispo de Sion, y revelado por el diario «Blick». La Iglesia le mostró sus límites a Blatter, que poco después se separó de Graziella, a la que consiguió un trabajo en el departamento de ayuda humanitaria de la FIFA.
Casos de corrupción
Orgullosamente embutido en un traje blanco a fines de 1993 durante el sorteo de Las Vegas para el Mundial del año siguiente, Blatter es absolutamente impredecible: puede jurar que la tecnología jamás llegará a los arbitrajes –«el fútbol debe mantener su toque humano»– para años después cambiar de idea. Puede proponer mundiales cada dos años, la abolición de las definiciones por penaltis, ser vapuleado por sus críticos y, sonriente, volver a ocupar el centro de la escena.
Dieciséis años después de aquella elección que le ganó al sueco Lennart Johansson se sigue hablando de compra de votos en París, lo que en cierto modo no sorprende: la palabra corrupción siempre estuvo presente , de una u otra manera, en el largo mandato de Blatter. La otra palabra es «amianto», porque a Blatter nada se le pega, ni siquiera las consecuencias del oscuro escándalo de ISL-ISMM, la comercializadora de derechos que se había hecho con el control de buena parte de la FIFA y que colapsó en 2001. A ISL-ISMM se la acusó de destinar millones de dólares a altísimos dirigentes del fútbol mundial para lubricar sus voluntades. Fue probado en los casos de Havelange, el paraguayo Nicolás Leoz y el brasileño Ricardo Teixeira. Los tres están fuera de sus puestos, Blatter sigue.
En 2002 superó uno de los momentos más complejos de su mandato cuando el entonces secretario general, Michel Zen-Ruffinen, hasta poco antes su protegido, forzó un congreso extraordinario en Seúl acusando a la FIFA de corrupción. Blatter lo laminó, y al final lo humilló forzándolo a alzar y estrechar sus manos en son de una paz con tintes de Iglesia episcopalista. «Se me trata como a un criminal», se quejó por entonces Blatter, al que le gusta dramatizar.
Los dirigentes de la UEFA no lo quieren, pero Blatter se ríe de que no sepan cómo categorizarlo y sigue trabajando en reforzar su posición en Asia, África y la CONCACAF, porque con esos votos gana la reelección comodamente. Capaz de volver siempre sobre sus pasos sin chamuscarse –forzó la celebración en un mismo día de la elección de las sedes de los Mundiales de 2018 y 2022 para tiempo después decir que fue un «error»–, las Copas del Mundo en Rusia y Qatar son sus nuevos «demonios».
Políglota –habla alemán, español, inglés e italiano–, su meta siempre será el fútbol, aunque también vaya más allá. Miembro del Comité Olímpico Internacional (COI), Blatter será siempre por sobre todas las cosas una: Blatterista. Las cosas se hacen a su manera o no se hacen. Por eso busca que en 2015 el «gobierno» de la FIFA ya no sea determinado por las seis confederaciones, sino por el presidente. Quiere sus propios «ministros» y cerrar con un barniz ético dos décadas como rey de los dirigentes del fútbol. La meta final no sorprende: el premio Nobel de la paz.
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