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El desgaste del poder

Cuando el gobernante pierde la perspectiva de la realidad. O yendo más allá: ¿está Zapatero en condiciones psíquicas para gobernar?

josé cabrera (psiquiatra)

¿Quién no ha opinado alguna vez sobre nuestro actual Presidente del Gobierno, el señor Rodríguez Zapatero, y más en estos tiempos tumultuosos? Como siempre se ha hecho con el que manda. Pero ¿quién se ha preguntado en serio, en profundidad y sin folclore, cómo es realmente un presidente en persona, y el nuestro en particular? O yendo más allá: ¿está en condiciones psíquicas para gobernar?

Y es que, psíquicamente hablando, la elección democrática de un dirigente no le aporta más inteligencia que la que él trajera previamente, ni le modifica la personalidad, ni estabiliza sus sentimientos o afectividad, ni siquiera le da energías supletorias para vivir con su nuevo rol. Muy al contrario, le somete a una tensión sin precedentes que ni el más multitudinario grupo de asesores puede mitigar.

Pero, ¿cómo opinar sobre alguien sin conocerle personalmente? Menos aun siendo psiquiatra, «pues buenos están los psiquiatras, dirán algunos» Muy sencillo recurriendo a un pasaje evangélico en Mateo 7, cuando se dice textualmente: «Por sus obras los conoceréis», punto de partida de la psicología política, que basa los análisis psíquicos de los políticos en las técnicas psicobiográficas y de expresión no verbal, y que podemos aplicar a nuestro presidente acogiéndonos a la libertad de opinión y de expresión.

Una sonrisa permanente, una mirada rígida, unos ademanes encorsetados, una expresión corporal de inseguridad, unos trajes que no acaban de caerle bien, unos cambios repentinos en la forma de hablar con altibajos en la seriedad y en la afectividad, y así un largo etcétera enmarcan la visión que todos tenemos del presidente. Y junto a lo visto, lo ofrecido con su conducta: una huida de la realidad a todo trance, una tenacidad rayana en la obsesión en sus directrices, un convencimiento propio alejado de sus ministros y asesores, un afán por evitar el no y decir sí a todos los interlocutores en posturas enfrentadas, una conducta a golpe de clamor social en vez de meditada y, finalmente, una idea fija de reescribir el pasado histórico removiendo las conciencias de todos para que cuadre con el suyo reinventado.

¿Y quién es Rodríguez Zapatero? ¿De dónde procede? ¿Cuáles son sus méritos personales, sociales, laborales o intelectuales para que podamos contrastarlos?

Para un psiquiatra espectador sentado en el sillón de su casa, estaríamos ante un hombre de biotipo leptosomático (delgado como Don Quijote), introvertido (con más vida interior que exterior), intratenso (con preferencia en el uso de los músculos aproximadores sobre los extensores), con una inteligencia media alta más abstracta que concreta, una afectividad sobredimensionada, lábil y que le puede jugar malas pasadas, un pensamiento no rápido, perseverante en la idea preconcebida y muy dependiente del mundo interior, una memoria frágil «a sabiendas» o no, y que por todo ello parece tener dificultades con la realidad, o porque no la entienda, o porque «esotéricamente» no la acepte, o porque llevado de un «idealismo extremo» quiera modificarla «a toda costa».

En este sentido todos los ciudadanos sabemos que la conducta política es una conducta compleja, que debe pasar muchos filtros, por lo que difícilmente es espontánea, y menos en los tiempos que corren. No obstante hay situaciones, ya sean puntuales o permanentes, que los diferentes líderes manifiestan y en las cuales proyectan su autentica persona. En esta línea y con la cautela propia de estas afirmaciones, podríamos decir a manera de ejemplo lo siguiente del señor Rodríguez Zapatero: «La persistencia inicial que el presidente del Gobierno mostró en la posibilidad de un “diálogo con ETA”, a todas luces inviable, su posicionamiento con líderes iberoamericanos “infantiles” y autocráticos, su rechazo un tanto inmaduro de la “política imperialista” de EE.UU., la insistencia en doctrinas de difícil o inasequible logro como la Alianza de las Civilizaciones, la inaudita persistencia en aunar posturas entre sindicatos y patronal con posiciones “ambiguas y elásticas” y el flujo constante de afirmaciones contradictorias ante hechos políticos nacionales o internacionales, revelan la personalidad de la que estamos hablando, y que algunos benignamente podrían etiquetar de una “ingenuidad incompatible con el cargo”, y son conductas que perfilan la influencia que en él tiene su propio y peculiar mundo interior».

Y por si fuera poco, para enojo de sus opositores y espanto de su propio equipo, los años en el poder con esa conducta compleja y confrontada con la realidad han pasado factura como no podía ser menos.

¿Quién no se ha fijado en la expresión fácil del presidente cuando tomó posesión del cargo? Risueño, simpático, sin ojeras, con la mirada rápida a un lado y otro, vestido como quien nunca antes hubiera usado corbata, con gestos espontáneos, con «cara de quien no sabe aún lo que está pasando o no se lo esperaba y aún no se lo cree». Y la cara hoy, seis años después, con la sonrisa hierática como cristalizada, serio tras la sonrisa, labios apretados de preocupación, perfectamente encorsetado en el traje oficial, con una mirada fija no de sorpresa, sino de «buscar una salida y no encontrarla» y en cierto modo estupefacto ante los acontecimientos que probablemente creyó que iba a cambiar y que no solo no cambiaron, sino que empeoraron.

¿Es el precio del poder? ¿Cada cual paga un precio parecido? O el síndrome de la Moncloa.

Qué duda cabe que la tensión del mando y el cargo afectan al «acero más templado». Pero más duro que esto, con seguridad, es perder la perspectiva de la realidad cotidiana, observar lo social desde una altura inmensa en la que se pierden las siluetas de las personas, la desaparición de la línea que separa lo correcto de lo incorrecto y hasta el bien del mal, y lo más doloroso, la imposibilidad de distinguir en el poder quién es amigo y quién no, quién quiere algo de ti y quién quiere dar algo, o quién es un profesional verdadero y quién es un aficionado. Y todo ello en un mar de aduladores sin límites que defienden al jefe porque en el reside su propio futuro laboral, ese es el verdadero efecto psíquico del poder, diríamos que es el núcleo de lo que se ha venido en llamar el Síndrome de la Moncloa.

Un presidente sin apetito

Del presidente Zapatero se ha dicho de todo, se le ha gloriado, se le ha insultado, se le ha visto como un idealista por unos y un maquiavélico maligno por otros. No hay epíteto o calificativo que no se haya utilizado, pero nunca se ha hablado con rigor de su personalidad, aunque hoy los más audaces han aventurado la palabra «deprimido» para calificar su estado de ánimo en los últimos tiempos. Y es que se le ha visto cabizbajo, lento en las respuestas, con poco apetito (según algunos cercanos a él) y ausente en muchos debates públicos, como escondido y a la espera. En este sentido, no dudaría yo que al presidente no le haya costado levantarse de la cama por la mañana en más de una ocasión; o que en su juventud, ante contratiempos y zozobra, no se escondiera en la misma algún día que otro, o que le costara conciliar el sueño, no es para menos. Y por esta razón los ciudadanos debemos preocuparnos de la salud mental del dirigente. Cuestión que no es intrascendente ya que de ella dependen decisiones que a todos nos afectan, y a pesar de ello, que yo sepa, en ningún partido político europeo se ha tratado este asunto ni siquiera en alguna comisión «secreta», algo muy propio de la «política europea aficionada en su mayoría» y muy contrario a la «profesionalidad política norteamericana» por poner un ejemplo comparativo, aunque a algunos les pese.

¿Qué está pasando, pues, con nuestros dirigentes hoy? ¿Cómo es posible aguantar a Cristina Kirchner en Argentina con esa conducta manifiestamente bipolar que tiene boquiabiertos a propios y extraños? ¿Cómo se puede tolerar un Chávez militarista, autocrático y con un narcisismo más allá de lo saludable? ¿ Hasta cuándo los cubanos van a poder soportar la pobreza y la desidia a las que les tiene acostumbrados la familia Castro en una percepción de la realidad no sólo obsoleta, sino en ocasiones delirante? Y sin buscar más anormalidades lejanas en regímenes paranoicos «de libro», no nos sorprendemos de que Sarkozy tenga que llevar calzas por tener complejo de bajo (Napoleón no las necesitaba) o Ángela Merkel se queje diplomáticamente de «las efusiones físicas» de su colega francés, o que Berlusconi se aplique maquillaje a escondidas con un pañuelo como si se secara el sudor. Y así podríamos ir revisando uno por uno los perfiles «psíquicos» de los políticos dirigentes. No me gusta la frase, pero ¿no tendremos lo que nos merecemos?

Pero lo preocupante, a nuestro juicio, es que no existe mecanismo social alguno, ni mucho menos político que exija al candidato previamente seleccionado para la campaña una cierta estabilidad emocional, una inteligencia amplia y práctica, una ausencia de «traumas o preocupaciones de juventud o infancia», y así un largo etcétera.

Lo he dicho en otros foros, en libros y artículos, y lo repito aquí a manera de colofón, la salud mental de mi presidente del gobierno me importa, me interesa mucho y me preocupa, y esa misma preocupación debería tenerla su partido político, debería debatirse en las tertulias como hacen los norteamericanos. No es asunto banal, porque de él depende la marcha -aunque sea «relativamente»- del país, y hasta el clima de crispación y desconcierto que se ha implantado hoy en la opinión pública, en la que no se puede ni decir sí o no a nada concreto, porque en realidad no sabemos dónde vamos, y, como decía Séneca, «no hay viento favorable para el que no sabe a qué puerto va».

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