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Aguascalientes, la joya de la corona

La ciudad en la que fue corneado y donde se recupera satisfactoriamente José Tomás es una de las más desarrolladas y prósperas de México

México no es Suiza; pero, tampoco, Burkina Fasso. Y el hospital Miguel Hidalgo no es Vall d´Hebron; pero, tampoco, la choza del hechicero. Ahí, en ese centenario nocosomio -aunque uno no le echaría, en años, la mitad-, José Tomás se recupera de la cornada que le propinó el sábado «Navegante», un morlaco de «apenas» 473 kilos, lo que confirma que cualquier toro lleva la muerte prendida en sus astas. Y allí, cada mañana, el equipo médico habitual facilita el parte facultativo, de día en día más optimista.

En el último, los cinco doctores que atienden al de Galapagar detallaron la evolución satisfactoria del maestro, su buen estado de ánimo que le permite bromear con los galenos, su alimentación habitual (el matador incluso tuvo un capricho: una «coca-cola»), su paso de la cama al sillón, su impecable circulación sanguínea y la normalidad de su ritmo cardiaco y de su presión arterial, así como el positivo diagnóstico de su masa muscular producto de una resonancia magnética.

El círculo más próximo al matador, presa del comprensible nerviosismo del momento, intentó en un principio trasladar a Tomás a otro centro hospitalario, ante el temor de una posible infección. Sin reparar en que de una bacteria de quirófano no se libra ni el más moderno sanatorio: Ahí está Luis Miguel, que pasó las de Caín tras someterse a una operación de «chapa y pintura» en manos del más caro cirujano plástico de Beverly Hills.

Multa por sobrecupo

Porque el Hidalgo es una clínica fea, sí: como todas. No es la más moderna, pero sus facultativos tienen excelente reputación -bien ganada, como se ha visto- y es la más cercana a la Monumental; ésta, sí, orgullo de los hidrocálidos. Levantada en 1974 para reemplazar a la de San Marcos -en activo desde 1896-, tras posteriores lavados de cara el moderno coso acoge a 16.000 espectadores en la feria taurina más importante de México, algunos más el pasado sábado, por lo que ha sido multada la empresa con tres mil euros por «sobrecupo».

A su alrededor gira una de las fiestas más populares del país. Tres semanas de cachondeo que, viernes y sábados, más parece San Fermín que San Marcos, quien moviliza a miles de personas por su bullanguero andador y las adoquinadas calles -muchas de ellas, peatonales- de su centro histórico. Con decenas de antros que calman el hambre y la sed, en muchos de los cuales resuena la canción «José Tomás», del mariachi Imperial Azteca: «Dónde tú te pones, no se pone torero alguno, ni se pondrá...»

Y en torno al albero (figurado, pues la arena es oscura) y al monumento de piedra blanca y de color arcilla que lo alberga (sus torres simulan a las de Las Ventas), la Expoplaza se convierte cada atardecer en marabunta que avanza y retrocede por su cuadriculado tianguis (mercadillo), con las preceptivas paradas de avituallamiento en los changarros de tacos, gorditas, nieves, y otras ruslerías.

Gentío vigilado por el monumento a Armillita y un despliegue policial con uniformados de todos los colores, incluidas unas fuerzas especiales ataviadas como «robocop» que asustan.

Aguascalientes es una ciudad de orden y ordenada. Una ciudad limpia, conservadora, de gente guapa y mujeres guapísimas, un puntito pija... Por sus esquinas se respira el aroma decadente y delicioso de la vida provinciana, donde la esencia de lo hispano (el paseo, el parque, el quiosco de música, las galas...) permanece muy viva, más que en la cada vez más impersonal madre patria.

Y es una ciudad por la que asoma la «lana», y no la de sus ovejas. Ya desde su fundación, en el siglo XVI, como «Villa de nuestra señora de la Asunción de las aguas calientes», protegía los cargamentos de plata que se enviaban a la metrópoli. Con 800.000 habitantes, hoy es la octava urbe con mayor desarrollo humano del país, con una importante industria y riqueza minera y agropecuaria. Pues la Feria de San Marcos es, también, su muestra ganadera, la mayor de Iberoamérica. Y en estos días, la capital hidrocálida se llena de lustrosos «cowboys» que no parecen haberse caído del caballo, sino de su propio «jet» privado.

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