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Autonomía para el Sahara

Más de treinta años lleva el tema del Sahara Occidental en las Naciones Unidas sin que, tras varios frustrados planes de entendimiento y otros tantos representantes especiales del Secretario General, la solución haya avanzado hacia su fase definitiva. Atadas a la celebración de un referéndum de autodeterminación por las decisiones iniciales de la Organización internacional, las partes -Marruecos y el Polisario, pero también, en las bambalinas, Argelia- han prestado adhesión vocal a la consulta sin llegar a ocultar que sólo estarían dispuestas a reconocer sus resultados si fueran favorables a sus respectivas posturas. La reclamación por el Polisario del censo español de 1975 -cuando el territorio contaba apenas con setenta mil habitantes- ha sido sistemáticamente opuesta por Marruecos, moderadamente convencido de que sólo una consulta extendida a los actuales habitantes del lugar podría deparar satisfacción a sus intereses. En el momento de la verdad las contrapuestas exigencias han desembocado en una imposibilidad: no hay manera de celebrar un referéndum.

Esa era mi convicción en 1996, cuando en un artículo que publiqué el 13 de junio de aquel año -cuatro años después de que el referéndum hubiera debido tener lugar- escribí: «... la comunidad internacional ha creído, o fingido creer, que con la invocación del referéndum todo estaba solucionado. No se han tenido en cuenta las dificultades de su realización ni lo que ocurriría en el caso de que no tuviera lugar. Ha quedado como testigo congelado e instrumento inerme frente a un tablero de intereses que fundamentalmente necesitan de negociación». Y añadí: «La cuestión del Sahara debe ser objeto de un acuerdo negociado entre Marruecos y el Polisario, que ofrezca razonables garantías de seguridad para Argelia y Mauritania... Una negociación que debería propiciar la existencia de un Sahara autónomo en el contexto de la soberanía marroquí... El referéndum debería situarse en el punto que le pertenece: no el de la descripción iniciática de la realidad, sino el de la sanción de un acuerdo previo».

Esa sigue siendo mi convicción ahora mismo, meses después de que el Secretario General de la ONU haya nombrado a un nuevo representante especial para ocuparse del tema, de que el Comité de Descolonización de la ONU escuchara por enésima vez las múltiples opiniones de los peticionarios y de que el Consejo de Seguridad decidiera, también por enésima vez, prorrogar la presencia de la Misión de la ONU en el territorio.

En la difícil emotividad que el tema del Sahara genera en nuestro país, cualquier toma de posición es inmediatamente reducida al esquema binario, y ferozmente contrapuesto, de los promarroquíes o de los prosaharahuis. Y hay razones históricas conocidas y profundas para que ello sea así. Lo que me pareció entonces, sin embargo, y me parece ahora, es que más allá de los sentimientos convenía realizar un análisis que tuviera sobre todo en cuenta nuestros intereses nacionales. No creo que en una observación desapasionada de tales intereses esté la existencia de un nuevo estado independiente en el África occidental, en la proximidad de las Islas Canarias, establecido en un territorio que equivale al peninsular español y poblado por unos pocos cientos de miles de habitantes. Eso es una receta para la inestabilidad, en una vecindad de importancia estratégica para España. Las ensoñaciones neoimperiales de una nueva entidad estatal distinguida por la práctica del español y alimentada ineludiblemente por nuestras aportaciones al desarrollo no pasan, si bien se mira, de ese estadio de irrealidad.

Los marroquíes han tardado en comprender que sólo una amplia autonomía para el territorio les podría permitir la recuperación de un normalizado diálogo internacional y, al tiempo, la satisfacción de sus intereses por lo que a la soberanía se refiere. La orientación de las negociaciones ahora propiciadas por la ONU va en ese sentido, con el apoyo de americanos, franceses y españoles. Argelia debe ser invitada a ocupar un puesto preeminente en la conversación, abandonando la ficción de que los polisarios tienen la última palabra sobre las mismas. La República Árabe Saharaui Democrática existe porque así lo quiere y financia y anima Argel. La negociación sobre el Sahara, que naturalmente debe tener en cuenta las necesidades y derechos de la población saharaui, debe resolverse entre Rabat y Argel, cara a cara, sin intermediarios.

España, desde luego, no puede ser insensible ante las demandas de una población a la que nos unen complicados lazos históricos -los que ahora recuerdan nuestra responsabilidad en la zona hicieron todo lo posible, antes de que los marroquíes emprendieran la obscena Marcha Verde, para expulsar a sus representantes- anudados en las últimas tres décadas por la atención humanitaria y benefactora prestada a los desplazados en Tinduf y en general a todos los procedentes de la antigua colonia. Cualquiera que sea la solución que se adopte sobre el territorio, esos lazos compasivos y amistosos deben ser mantenidos y, en el marco de la eventual autonomía, reclamados los derechos humanos elementales para los saharauis y para todos los marroquíes.

Pero en la emoción que tales cuestiones despiertan se olvida con facilidad la responsabilidad de los dirigentes de la RASD, que ocupan sus puestos ininterrumpidamente desde hace más de treinta años, en aportar soluciones al conflicto. En 1996 yo me preguntaba: «¿Son los habitantes de los campos de Tinduf actores independientes de su propia historia o más bien rehenes y víctimas de la obcecación de unos pocos? ¿Hasta cuándo los sufrimientos, la marginación, el sombrío utillaje de los desheredados de la Tierra?».

Puede tener Marruecos la tentación de interpretar la coincidencia con sus planteamientos como reconocimiento implícito de debilidad y patente de corso para el emprendimiento de nuevas aventuras. Corresponde a nuestra política exterior, y ningún terreno más apropiado para un vigoroso consenso nacional, explicar que no se trata de concesiones graciosas, sino de un ejercicio de responsabilidad necesitado de una estricta correspondencia en el marco de la vecindad y de sus obligaciones. Sería la mejor manera de evitar en el futuro los ciclos de excitación nacionalista que con cierta frecuencia han marcado nuestras relaciones.

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