Epifanía tomasista
EL cielo de la plaza de toros de Málaga es un cilindro azul en el que no revolotean palomas picassianas sino gaviotas del puerto cercano que se acercan a ver a José Tomás al conjuro de su leyenda de tremendismo suicida. Las palomas zurean junto ... a las buganvillas del palacio de Buenavista, el museo donde el perfil cubista y deconstruido de Françoise Gilot se asoma al otro lado de una persiana de esparto a un jardín de piedra en el que suena la vecina campana de los agustinos. Algo más lejos, en las bulliciosas calles del centro en feria, atruenan las charangas y una multitud sanferminera baila pasodobles en chanclas y hace botellón en las plazuelas con cartojal helado. Huele a fritanga, sal y Mediterráneo.
En la Malagueta, Tomás, cobalto y oro, despliega majestuoso el capote con los pies juntos sobre el albero. En el silencio repentino del redondel se oye al maestro hablarle al toro, hipnotizarlo con órdenes y amagos, y el animal le obedece ciñéndose a su cuerpo para ayudarle a componer una estampa de gran chulería plástica. La plaza entregada estalla en una sacudida reverencial de arrobo y le canta al torero el «cumpleaños feliz» cuando da la primera vuelta al ruedo.
Pero el mito tomasista se ha transformado. El héroe taciturno ya no es el misterioso paladín preso de una compulsión autodestructiva, sino un matador de vocación artística, imbuido de clasicismo y templanza, que parece menos dispuesto a dejarse inmolar que a celebrar más aniversarios. Esta evolución ha hecho desertar a algunos fanáticos de la truculencia y a cambio le ha ganado la devoción de los exquisitos de la tauromaquia. Tomás lidia con una escrupulosa lealtad al magisterio estético de la tradición y parece más respetuoso con las distancias, sobre todo después de que un toro colorado y cabrón mandase sucesivamente a la enfermería a un banderillero y al colombiano Bolívar, buscándoles las arterias con determinación asesina.
Cuando la tarde se mete en barrunto de tragedia algunos aficionados ventean la posibilidad de asistir a un holocausto, pero el Tomás de 2009 quiere torear en vez de ofrecerse en ritual expiatorio. Plantado con los talones en la arena ofrece una exhibición muy medida de repertorio y desoreja a otro toro sin mancharse el traje con su sangre. Consciente de su carisma domina la escena como un dios impávido. Y con la noche desplomada sobre la plaza y los focos destellando en sus alamares, porfía con un morlaco remolón y le arranca una faena imposible. En la suerte final se arroja sobre los pitones con el ímpetu derrotista que han estado esperando sus fieles y durante un segundo de fricción se masca el duelo en el suspiro de una multitud encogida. Indemne, el héroe renuncia a los honores por respeto a sus colegas heridos y el coso se vacía, Paseo de Reading abajo, con el público extasiado por el asombro de una epifanía.
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