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Dos monos viejos

... Si Fidel y Raúl Castro han sido capaces de criar a sus cuadros de mando prácticamente desde que despuntaban en el kindergarten, y mantenerlos en conserva hasta el momento necesario, el mensaje ahora es bien claro: que la transición va a durar años...

A mediados de los 70, la posesión en Cuba de un coche soviético con matrícula estatal -la severa impronta ESTATAL sobre los números de la inscripción-, era una verdadera rareza. Si además eras un muchachón de 18 años y estudiabas en un preuniversitario, y te permitías que el Moskovich, de un rutilante color rojo, estuviera parqueado afuera del centro de estudios, en una calle cada vez más desolada de otros coches, se te podía considerar un caso único. Desde luego que no era un Ford Mustang ni un Lamborghini pero facilitaban de inmediato identificar el poder. Era el caso de Bruno Rodríguez Padilla, que ayer, en La Habana, acaba de ser nombrado ministro de Relaciones Exteriores. Entonces se le había entregado el Moskovich (tal la explicación política) porque le correspondía por su elección como presidente de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media, aunque había otra realidad mucho más sorprendente a la vez que oculta: Bruno pertenecía a un grupo de elegidos, niños y adolescentes que el Partido se pasa la vida rastreando en todo el sistema nacional de educación por su vocación para el liderazgo y, esencial, su pedigrí familiar. «Hijo de viejo», como se le llama en Cuba a los descendientes de los hombres mayores, tuvo en suerte que este padre fuese un veterano de la Guerra Civil española, a lo cual Bruno sumó para sus credenciales una presencia carismática y su estatura de casi seis pies. En fin, que en él tienen a un producto neto de los cuadros de mando que la Revolución ha estado preparando en silencio durante estos años. Y, sobre todo, es fácil entender después de esta rápida revisión de uno de los diez hombres designados ayer para jugar en las grandes ligas de la política cubana, que en relación con Cuba y su futuro se deben olvidar de golpes de Estado y especialmente de cambios esenciales. Si Fidel y Raúl Castro han sido capaces de criar a sus cuadros de mando prácticamente desde que despuntaban en el kindergarten, y mantenerlos en conserva hasta el momento necesario, el mensaje ahora es bien claro: que la transición va a durar años.

En Miami y en el espectro universal de los politólogos cubanos, la noticia de los cambios corrió un poco después del mediodía (hora local) y paralizó unas cuantas digestiones. Por la noche ya estaban listos para enfrentar las cámaras. Que Raúl Castro sacara de un golpe a diez personeros del régimen era una acción desmesurada que sólo podía explicarse por la inminente caída del Gobierno. Y era Raúl Castro, sin duda. Le había pasado cuchilla a los últimos remanentes del bastión fidelista y ahora había despejado el escenario para gobernar él solo, a sus anchas. Incluso la congresista federal Ileana Ross consideró oportuno presentarse en uno de los programas de poca monta de la ciudad para intentar enarbolar de nuevo el hacha de guerra republicana. Sus declaraciones siguieron el trillado argumento (dulce canto de sirenas para sus oyentes del «exilio histórico», de «los radicales») de que el gobierno norteamericano iba a enfrentar con dureza las maniobras de La Habana. Que no tenga la menor idea de lo que va a pasar con Cuba no le impide la pretensión de ser portavoz de una política que no existe. Ni los implicados en La Habana saben a ciencia cierta por qué han perdido el favor de los dioses o han alcanzado la cumbre. Recuerden que en los mapas tácticos, las precisiones sobre el terreno apenas cuentan. Eso se deja en mano de los estrategas en los Estados Mayores. Pero, claro, hay un detalle apenas perceptible, que no debe pasarse por alto. Cuando estos dos hermanos -Fidel y Raúl- mencionan el protagonismo en sus alocuciones o decretos, prepárate. Lo menos que están queriendo decir es que tú trabajas para la CIA y que estás a punto de ser conducido al paredón. Pero en términos generales hubo una tendencia uniforme de los observadores por querer salvar la cara a las posibles negociaciones. Carlos Lage era su hombre para negociar y era el purgado más sensible para lo que habían sido sus aspiraciones. Vivían enamorados de Lage, de las suaves y tranquilas maneras de este médico y (¿no se dan cuenta?) ¡hasta con rostro de reformista!

Les voy a decir algo. Es una costumbre en ese país cada vez que quieren demostrar al mundo que se van a producir unos cambios estupendos en las estructuras (cualesquiera que estas sean, políticas, económicas, culturales), sustituir a los hombres. Es lo único que cambian. Y si no, miren los periódicos viejos. Tienen 50 años de periódicos viejos para hojear. Y, lo más curioso de todo, ellos se abocan a esos cambios de personal como la respuesta que creen pareja a los cambios políticos en los Estados Unidos. No obstante, los cubanos son cuidadosos a la hora de matizar y equilibrar ciertos detalles. Cuando Ronald Reagan ascendió al poder, Fidel le ofreció como ofrenda a uno de sus cuadros más capacitados en el sector de la cultura, propaganda e ideología: el comandante Antonio Pérez Herrero. Un viejo comunista al que sus detractores llamaban «Limón», por su carácter ácido (léase rectitud), Pérez Herrero se convertía en un obstáculo para tenerlo en su entorno a la hora de competir con el Gran Comunicador gringo. Así que lo sustituyó por un mulato guarachero y avispado, de grandes y espesos mostachos: Carlos Aldana. Cuando Bill Clinton, le tocó a Armando Hart, una especie de místico del culto a Fidel pero que te bañaba en saliva cuando te hablaba a dos pies de distancia -algún descontrol en esas glándulas emisoras- y lo despidió de su puesto de ministro de Cultura para nombrar a un joven escritor de larga melena por los hombros llamado Abel Prieto y a quien se conocía en los medios intelectuales como Shirley Temple, debido a la desusada cabellera. La cabellera. Eso era lo que quería Fidel para competir con la juventud de Clinton. «No te la cortes bajo ningún concepto», le advirtió el jefe de la Revolución.

Así las cosas, lo que dicta la experiencia cubana es que no ha ocurrido en La Habana nada que mueva los sismógrafos. Hombre, desde luego que logran en pocos minutos el objetivo que se habían propuesto: movilizar la opinión pública internacional. Poner a todo el mundo a especular. Imagínense los analistas de Langley en este momento. ¿Qué sustituido (o nuevo cargo) es de Fidel? ¿Cuál de Raúl? Yo sí que no voy a ponerme en ese juego. Porque tengan el convencimiento que ahora mismo los dos hermanos están sentados frente a su televisor, divirtiéndose de lo lindo con nuestras elucubraciones. No me han producido nada nuevo. Siguen enraizados en su típica actuación, la habitual. «Chango viejo no aprende maroma nueva», escucharon muchas veces de sus cuates mejicanos cuando se entrenaban para ir a combatir en Cuba contra Batista, en 1956. Esta es su forma permanente de actuar. ¿Para qué emprender cambios o agotadores proyectos si es suficiente con sustituir unos infelices? Ninguna variante substantiva en el presente escenario. Desde que Rahm Emanuel declaró que la mejor política con Cuba era el silencio, y ante la posibilidad de las declaraciones de Obama en la Cumbre de las Américas el próximo mes de abril, era menester inducir un ruido insoportable en el sistema. Entonces acudieron a la vieja estratagema, sólo que en este caso en vez de cambiar a un hombre, cambiaron casi al gabinete completo. Veremos si Rahm Emanuel sigue en sus trece, con la boca cerrada como una cremallera. Pero tampoco obviemos que, de parte de La Habana, es una acción visiblemente desesperada. Fidel y Raúl enfrentan una situación que les es absolutamente desconocida. Ellos tampoco saben lo que está pasando. En fin, por no saberlo -aunque visiblemente aprovechándose del impasse- yo creo que no lo sabe ni Obama.

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