la huella sonora
Rock and roll actitud
Es tan importante ser un canallita cuando tienes veintipocos como dejar de serlo cuando sumas cuarenta y tantos. Lo que sea excepto hacer canciones para agradar a tu novia
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Durante una época de mi vida pensé que Leiva era el elegido por el rock and roll, el heredero del trono, el último de esa estirpe de salvajes que bebían buen whisky, vestían de un negro elegante y riguroso y llevaban gafas de ... sol hasta en la noche más cerrada. Esa panda de tipos duros que vivían como estrellas las veinticuatro horas del día, incluso el miércoles por la mañana, haciendo cola en la farmacia. Y que miraban a la vida y a la muerte directamente a los ojos, de escenario en escenario, de fracaso en fracaso y de mujer en mujer.
Lo seguí en 'Pereza' y luego en solitario. El tipo es bueno. Pero llegó un momento -todavía no entiendo qué pudo sucederle- en el que decidió dejar de hablar de lo de siempre - solo hay dos temas: el amor y la muerte- para adentrarse en temas socialmente comprometidos, climatológicamente responsables y justos como la campaña del Domund. Bien, está en su derecho. Es tan importante ser un canallita cuando tienes veintipocos como dejar de serlo cuando sumas cuarenta y tantos.
La juventud se acaba con el primer tacto rectal y es ahí cuando notas cómo el rock and roll se aleja, justo detrás de la dignidad. Yo lo comprendo, pero cuando llega ese momento es cuando has de abandonar la música, aunque sea temporalmente y, como Sabino Méndez, ponerte a escribir obras maestras y vicepresidir la SGAE. Que, por cierto, es el arco narrativo más coherente que se me ocurre para un exdrogadicto.
«Cuando te quieres dar cuenta ya no estás hablando como un hombre destrozado sino como un profesor de ética del PSC»
Lo que sea excepto hacer canciones para agradar a tu novia. Decía Unamuno que «es preciso hacerse odioso a los muchachos sensibles que no ven el universo sino a través de los ojos de su novia. O algo peor aún: que tus palabras sean estridentes y agrias a sus oídos». Podemos cambiar novia por cura, amigos, coleguitas de partido o tuiteros del espectro. Y el consejo funciona igual, porque el concepto es el que es. Pero funciona especialmente con novia. Y muy especialmente novia progresista. Porque son insaciables, nunca se es lo suficientemente avanzado y cuando te quieres dar cuenta ya no estás hablando como un hombre destrozado ante la tragedia y el milagro de la vida sino como un profesor de ética del PSC, de esos que por la mañana riegan el huerto urbano y piden perdón por tener pene y por la tarde aplauden golpes de estado.
Y escribir para demostrar lo buen muchacho que eres y lo bien domesticado que estás no solo es ridículo sino, además, inútil. Un rockero no es un catequista, no forma parte del kumbayá tontaina, no saluda al sol por las mañanas y deconstruye su masculinidad por las tardes. Masculinidad, por cierto, que ha de ser lo menos tóxico que debe tener en el cuerpo.
El otro día, conversando con alumnos de periodismo en la Universidad de Valladolid, les dije que mi único consejo es que defraudaran a su madre cuanto antes. Porque un tipo que escribe pensando en lo que va a decir su madre es un tipo que escribe mal, cobardón, blandurrio. Hay que defraudarlos a todos cuanto antes: a tu madre, a tu novia y al jefe. Es la única manera que tenemos para dejar claro que somos libres y que estamos solos ante un toro que, seguramente, nos va a pillar.
Una vez escuché a Loquillo decir que el rock and roll consiste en hablar de lo de siempre, pero con zapatos de gamuza azul. Ya nos lo dijo Moris: «Me puedes matar, también asesinar, todo mi dinero me puedes robar, mi coche nuevo puedes chocar. Pero, por favor, no me pises nunca mis zapatos de gamuza azul». Ese es el espíritu, el rock es una actitud ante la vida, una dignidad a prueba de bombas en la que puedes estar muriéndote, pero donde no se llora, no se pide permiso y no se sonríe en las fotos. Y si te haces viejo y dudas piensas en qué haría Johnnie Cash y no Ione Belarra. Apenas eso.
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