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ABC Cultural

Dos guerras y dos cronistas

guerras, cronistas

Las biografías periodísticas empiezan así. Agustí Calvet, alumno de la Sorbona, se topa con la I Guerra Mundial. Toma nota. Agosto del 14. Movilización del ejército francés contra el enemigo alemán. Bajo el título «Diario de un estudiante en París», sus notas llegan a manos del director de «La Vanguardia», Miquel dels Sants Oliver, y se ganan la aceptación de los lectores. Calvet pasará a la historia del periodismo con el pseudónimo de Gaziel.

Diciembre del 14. Gaziel recoge en el Quai d´Orsay su acreditación de corresponsal. Escribirá 350 crónicas que verán la luz en cuatro tomos: el recorrido más exhaustivo de un reportero español en la Gran Guerra. Manuel Llanas y Plàcid García-Planas lo compendian en el libro «En las trincheras» (Diéresis). Llanas destaca el viaje del periodista de París a Monastir (la Macedonia actual): «Acompañado por un danés a quien conoce durante el viaje a Grecia y que resulta ser un espía al servicio de Alemania Gaziel recorre, en medio de un temporal de nieve, parajes de abrupta geología habitados sólo por lobos. Y, alojado en un ruin hostal de camino, contempla la llegada de compactas comitivas de misérrimos campesinos serbios, ateridos de frío, hambrientos y fugitivos de su país invadido». Su crónica alerta sobre el «eterno retorno» de los demonios europeos. Los Balcanes del 18 y los Balcanes del 88. La lección del periodismo que hace historia: «Llamémosle inglesa, turca, serbia, italiana u holandesa, la turbamulta de los desheredados permanece siempre la misma, sumergida en su miseria, sujeta a todos los males y arrastrada, sin tener arte ni parte, a sufrir las calamidades de la vida».

En Verdún, Gaziel se asoma a la fosa común: 100.000 franceses muertos. Le acompaña un círculo de soldados cabizbajos, como hipnotizados: «¡Su visión es horrible! Los cuerpos están mutilados, vestidos con el uniforme militar hecho trizas, manchado de sangre, asqueroso. Los rostros aparecen contraídos por espasmos macabros de rabia y de dolor supremos...» La fosa se va llenando de tierra: «Un pequeño túmulo de gloria, con una cruz en lo alto y un cartelón con varios nombres olvidadizos, vulgares».

La guerra del 14 como memoria del subsuelo. Los soldados comparten con las ratas galerías fangosas. Un coronel guía a los periodistas por un exasperante laberinto de trincheras. Cascos y máscaras antigás: «Le seguimos a tientas, como buzos inexpertos», apunta Gaziel. En los hoyos cenagosos de Souville, la comitiva siente sofoco, opresión pulmonar y hedor a podredumbre. La macilenta bombilla eléctrica revela rostros de soldados «mustios, negros como el barro de estas tierras malditas; sus ojos febriles arden en la oscuridad».

«El infierno de Treblinka»

Tras el fiasco versallesco de 1919 retornaba la Europa del suicidio colectivo. Reportero de guerra para el diario «Estrella Roja», Vasili Grossman envía en septiembre de 1944 la primera crónica que informa al mundo de los campos de exterminio nazis: «El infierno de Treblinka». Acaba de entrar en el campo y entre el silencio de la muerte sólo se escucha el crepitar de las vainas de altramuz que se abren al pisarlas. Más memoria del subsuelo. Treblinka revela geologías del crimen. Grossman observa «unos cabellos rubios y espesos, de reflejos cobrizos, finos, maravillosos cabellos de muchacha, pisoteados en la tierra, y al lado unos rizos igualmente claros, y más lejos unas trenzas negras, pesadas, sobre la tierra amarilla...»

Restos de un saco de cabelleras cortadas. Como una erupción de muerte, la tierra va escupiendo restos del naufragio: dedales, pitilleras con verdín, una carta infantil con letra retorcida, frasquitos de perfume, brochas de afeitar... «Sobre todos ellos se cierne un espantoso olor a materia descompuesta que no han podido vencer ni el fuego, ni el sol, ni la lluvia, ni la nieve, ni el viento».

Publicado en 1946 y recién editado por Galaxia Gutenberg, «Años de guerra» recoge el trayecto de Grossman desde la URSS violentada por la Operación Barbarroja hasta la Puerta de Brandenburgo. Cuando en 1944 franquea el infierno de Treblinka el autor de «Vida y destino» no conoce todavía las «treblinkas» del estalinismo. Han pasado tres años desde que las teas nazis intentaron carbonizar la casa de Tolstoi en Yásnaia Poliana y dos desde el vuelco de Stalingrado: el inicio del fin para el Reich milenario. Incrustado en el Ejército Rojo, Grossman atravesó el Frente de un Don nada apacible hasta asistir en noviembre de 1942 al hormigueo de prisioneros alemanes en las riberas del Volga. Luego, el rodillo soviético: el río Dni_per, Voronezh, Kiev... Las esvásticas pasan del estandarte a la tumba. Bielorrusia, Minsk, el este de Varsovia, Poznan, Lodz, el río Oder... En el oído del cronista, quizá para siempre, el chasquido de las vainas de altramuz de Treblinka. Campanas que tocan a muerto...

Gaziel, Grossman y la Guerra. Lo advirtió el primero en el 1918 de trincheras y gas mostaza: «La organización moderna no ha hecho más que agrandar los efectos de la miseria humana. Nuestra maldad es ingénita e incurable». Y el ruso en 1944: «Los sabios, los sociólogos, criminalistas, psiquiatras, filósofos analizarán cómo pudo producirse todo esto. ¿Se trata de rasgos orgánicos, de atavismo, educación, medio, condiciones externas, predeterminación histórica, voluntad criminal de los dirigentes?» El interrogante sigue ahí, enésimo capítulo de la Historia de la Infamia.

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