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De viaje con un carismático Suárez

Viajar con Adolfo Suárez era experiencia gratificante. La transición española, la Santa Transición minimizada ahora, «molaba» -en algunos de aquellos países con regímenes no democráticos, Chile

Viajar con Adolfo Suárez era experiencia gratificante. La transición española, la Santa Transición minimizada ahora, «molaba» -en algunos de aquellos países con regímenes no democráticos, Chile, Argentina... podía tener un efecto mimético- y el Presidente español, en su elemento sin el tamiz engorroso de la traducción, arrasaba. Literalmente.

Aunque los entresijos internos se le complicaban ya, en Lima, 1980, toma de posesión de Belaunde, se repitió el guión venturoso. Suárez deslumbró con su convicción, su simpatía en su envidiable cuerpo a cuerpo. Políticos y periodistas se rindieron a su encanto y en el hipódromo las damas lo acosaban como a un mito de la pantalla... Meses antes, en Ecuador, Suárez le había robado el show en los faustos presidenciales a invitados como Rosalyn Carter o el sandinista Edén Pastora entonces muy de moda. En aquellas capitales los colaboradores de Suárez encargados de la prensa forcejeabamos para cribar la avalancha de peticiones , incluso de estadounidenses desplazados ex profeso, que querían minutos con él. Muchos de nosotros, funcionarios, corresponsales... destetados profesionalmente en el franquismo, rememoramos con inevitable nostalgia el insólito interés y admiración suscitados por nuestro país a través de Suárez. (Lo vería repetido en un viaje de Felipe González a Argentina). El Adolfo de Iberoamérica era el mejor de los Suárez, coherente, entrador, naturalmente carismático.

Probablemente, síndrome universal, el político encontraba en el entusiasmo foráneo, en las orejas y rabo cortados en plazas iberoamericanas, un bálsamo apetecible para aliviar la honda división de opiniones en nuestro país. La procesión iba por dentro. En mayo de aquel año, con tarascadas de la propia UCD, Suárez había sorteado dificultosamente una moción de censura. El partido socialista, pasmado de haber perdido las elecciones, hacía encajes de bolillos con barones suaristas. La disciplina, con suspense, se impondría en el Congreso, pero la fronda centrista tenía calado. Como escribe Calvo Sotelo, «no es ya que Suárez no confiara en los barones, es que sabía que ellos ya no confiaban en él».

Había también sinsabores externos. Francia remoloneaba frenando nuestra entrada en Europa y gobierno y prensa estadounidenses, después de dos iniciativas con el sello Suárez, nuestra presencia en La Habana en los No Alineados y la recepción de Arafat, primicia europea, en Madrid, se enfriaban.

A pesar del tónico limeño, su imagen en España y su estado de ánimo interno no eran los mejores. (En Perú recibió la noticia del fallecimiento de Garrigues que le afectó). Por ello, con disensiones, varios nos inclinamos por una entrevista «en profundidad» a ABC, pequeño revulsivo que le deseábamos los que le apreciábamos. En diciembre, aniversario de Bolívar. fui con él a Colombia. En Santa Marta, al salir al balcón con otros seis presidentes, sería el más ovacionado y reclamado. Allí, su popularidad seguía intacta. No podíamos ni remotamente imaginar que un mes más tarde -¿et tu, UCD?- dimitiría.

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