BÚSQUEDA INCONCLUSA

JUAN IGNACIO GARCÍA GARZÓN
Retomaba Federico García Lorca en 1935 con «Comedia sin título» un camino escénico emprendido años antes, hacia 1929, con «El público» y «Así que pasen cinco años», un teatro distinto, de indagación en la propia esencia del teatro, de honda reflexión sobre la imbricación entre arte y vida, un teatro a cuya puerta llama una revolución, un teatro que visita el territorio de los sueños donde se abrazan las enredaderas del sexo y la muerte. De «Comedia sin título» se conserva un único acto terminado; los dos siguientes, según señala Miguel García-Posada en su edición de las «Obras completas» del escritor granadino (Galaxia Gutenberg, 1996), tenía previsto el dramaturgo que transcurrieran, respectivamente, en un depósito de cadáveres donde agoniza el Autor y en un cielo con ángeles andaluces vestidos de faralaes.
Esta urgente búsqueda inconclusa pretende derribar la ficción teatral para que la vida se instale sobre el escenario -«¿Como se llevaría el olor del mar a una sala de teatro, o cómo se inundaría de estrellas el patio de butacas?», se pregunta el Autor en un momento de la función-, una empresa imposible, un pulso entre la vida y la verdad teatral en el que ambas partes en pugna se confunden y se aniquilan al tiempo, se niegan y se afirman. «Ver la realidad es difícil. Y enseñarla, mucho más. Es predicar en el desierto. Pero no importa», arguye el Autor en otro momento, consciente de lo arduo del envite. Un empeño metateatral en el que borbotean las interrogaciones de García Lorca sobre la función misma del teatro -esa «escuela de llanto y de risa y una tribuna libre», como él mismo lo definió-, sus preocupaciones sociales, la inquietante intuición de una guerra... De no haber sido asesinado en el verano de 1936, Lorca tal vez habría proseguido una deriva escénica que hubiera aproximado el profundo temblor de su poesía dramática a los territorios del teatro del absurdo, aunque tales elucubraciones son hoy perfectamente ociosas.
Queda lo que queda de «Comedia sin título» como testimonio de las inquietudes últimas del escritor, como proyecto en ciernes, y de ahí lo apasionante de su montaje y también lo desigual de su contenido. Muy inteligentemente, la dramaturgia de Luis Miguel Cintra, una personalidad del cine y el teatro portugueses, injerta diversos fragmentos procedentes de conferencias, entrevistas y de otros textos de Lorca: «Dragón» y «El público», fundamentalmente, y agrega con pertinencia un momento tomado de «El gran teatro del mundo» para subrayar el carácter demiúrgico del Autor. Un montaje exigente, arriesgado y difícil, en el que escenografía y sentido dramático dirigen la acción hacia las butacas, en un camino de doble dirección, pues la trama hace que los ecos de una revolución se proyecten hacia el escenario. Teatro, pues, sobre teatro que busca ansiosamente el latido de la vida. Y teatro interpretado por excelentes actores: Ernesto Arias, Alberto Jiménez, Lucía Quintana, Luis Moreno y el resto del reparto completan un muy buen trabajo al servicio de un texto con el misterio y la incomodidad de lo inconcluso.
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