Artículo de Jiménez de Parga en ABC
España después del 11 de septiembre
LOS terribles sucesos, el 11 de septiembre, en Nueva York y Washington, tendrán unos efectos que ahora es difícil calcular y valorar. Siempre ha sucedido igual en quienes vivieron momentos trascendentales de la historia. Basta con leer a los cronistas de las fechas cruciales para comprobar que los vecinos de París, por ejemplo, no se dieron cuenta de lo que iba a traer consigo la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789, así como tampoco los españoles del 18 de julio de 1936 percibieron el alcance de las sublevaciones militares. El espectador que participa con inmediatez de un acontecimiento histórico se halla en mala situación para atisbar siquiera lo que luego sucederá. Sólo valen aquí los pronósticos reservados, en cuanto éstos señalan lo que es de dudoso resultado. Pero sí podemos, en cambio, sacar unas enseñanzas de la horrible tragedia, ya que la reacción del pueblo de los Estados Unidos de América nos sirve para apreciar los principios y valores que anidan en aquella sociedad. ¿Son lecciones cívicas que, por ventura, deberían llegarnos a través del Atlántico? ¿Qué debemos aprender los europeos de este comportamiento de los norteamericanos? ¿Qué, en concreto, tendríamos que retener los españoles, conservándolo en nuestra memoria, de este 11 de septiembre? La conciencia nacional ha brotado admirablemente en todos los rincones de los Estados Unidos. A diferencia de lo que ocurre en otros lugares del planeta, los símbolos de la Nación salieron inmediatamente a la calle. A banderas desplegadas se han manifestado los gobernantes y los gobernados, los que tienen responsabilidades en el funcionamiento regular de las instituciones y los que los apoyan democráticamente. El himno nacional -otro símbolo- fue cantado acá y allá, en los puntos cercanos y en los más distanciados del extenso territorio, con una escenificación estupenda en las escaleras del Capitolio: los senadores y los miembros de la Cámara de Representantes transmitiendo al mundo su emoción profunda. Con escenas de ese estilo se ha evidenciado, una vez más, que los seres humanos no sometemos nuestra conducta sólo a las frías ponderaciones racionales, sino que a veces somos movidos por la fuerza grande, incluso irresistible, de los símbolos. Me he referido, en estas mismas páginas, a la doctrina de Ernst Cassirer al respecto. Carmen Iglesias, en la introducción a «Los símbolos de España», un precioso libro de 1999, escribe: «Una de las definiciones canónicas de lo que puede constituir la especificidad del ser humano frente a otras especies animales es la de considerar al hombre como animal simbólico, de manera que lo que le ha dado a éste su inmenso poder no sería tanto una mayor sensibilidad, ni siquiera una mayor memoria, sino esa capacidad de simbolizar, que comienza en la palabra y se extiende en la simbolización general que los humanos hacen de todas las cosas». En la solemne ceremonia en la catedral de Washington, el Presidente Bush llevaba la bandera nacional en el ojal de la chaqueta, y ese emblema era también el distintivo que figuraba en el pecho de los ex Presidentes y de las otras altas autoridades asistentes al acto. ¿Qué se comentaría en España, me vino la pregunta de forma inconsciente, si el Presidente del Gobierno y los Ministros acudiesen a una ceremonia religiosa con la bandera roja y gualda en la solapa o en forma de pañuelo saliendo del bolsillo superior de las chaquetas? Nuestra bandera, la de las «tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas», que proclama como bandera de España el artículo 4 de la Constitución de 1978, es una vieja bandera, con prefiguraciones anteriores -claro es- a la bandera norteamericana. Se ha defendido en tan difíciles momentos que le es de aplicación la norma sugerida por Ramón Auñón en 1886: «Cuanto más destrozadas (las banderas), cuanto más reducido se halle su valor intrínseco, tanto más alto se cotizan en el aprecio y en la veneración de los que las contemplan». Durante la II República se entabló una falsa polémica en torno al color morado incorporado por Decreto de 27 de abril de 1931 a la bandera nacional. Para unos, el morado era el color de la Revolución, mientras que para otros era el color de Castilla, «región ilustre, nervio de la nacionalidad». En la disputa académica no se olvidó que el rojo y el amarillo eran los colores de Aragón. Las ideas poco claras siguen dominando el ambiente. El conde de Lucena, que me ha proporcionado valiosos datos históricos, ha hecho observar que la senyera catalana está configurada con los mismos colores de la bandera española, con la única diferencia de la orientación de las barras y franjas. Esta comparación se efectúa con el respeto que merecen las enseñas propias de las Comunidades Autónomas, reconocidas y tuteladas por la Constitución (art. 4.2). En definitiva, «las banderas siempre quieren decir algo», razona Amalio Gimeno: «Con sus colores y sus blasones hablan de cosas pasadas tan bien como las viejas crónicas». Pero la bandera bicolor es utilizada durante la II República como la bandera de la Monarquía. No como la bandera española, que se adoptare por decisión de Carlos III el 28 de mayo de 1785 para la Marina, y el 13 de mayo de 1843 se convirtiera definitivamente en bandera nacional. La errónea equiparación obliga a don Miguel de Unamuno a contestar, desde las páginas de «El Sol», el día 6 de febrero de 1932, a una dama alfonsina en los siguientes términos: «Se me queja usted, señora, de que prohíban ostentar la bandera monárquica, llamando usted así a la roja y amarilla. Pero ésta no es ni ha sido monárquica. La bandera roja y gualda era la bandera española». Otro símbolo que hay que robustecer, con el fin de que sirva para dar coherencia a quienes convivimos en España, es el himno nacional. No parece aconsejable que se retrase la adopción de una letra a la dieciochesca «Marcha Granadera», transformada en «Marcha Real». Nuestro himno nacional ha superado vaivenes políticos y constitucionales a lo largo de 250 años. También ha pasado por curiosos trámites legales, relativos a la titularidad de los derechos de explotación, felizmente resueltos por el Real Decreto de 3 de octubre de 1997. No se trata de enjuiciar su mayor o menor bondad artística. Lo que importa es su carácter simbólico. En circunstancias normales produce pena no poder cantar el himno nacional en los actos sociales de cierto relieve. La apertura de los congresos científicos en numerosos países se efectúa con el canto del correspondiente himno. Lo mismo sucede en los enfrentamientos deportivos. ¿Por qué no acoger oficialmente una de las letras ya preparadas, verbigracia la muy bella de Eduardo Marquina? Con el fin de que los españoles reforcemos nuestra conciencia nacional es oportuno y conveniente que los símbolos aumenten su poder de atracción. Hemos podido seguir por las televisiones el comportamiento de los norteamericanos, con sus banderas enhiestas y cantando su himno nacional. Fue la primera reacción a un terrorífico espectáculo frente al que han llorado los hombres y las mujeres que proceden con honradez. Pero el «no hay mal que por bien no venga», sería aplicado en este caso si los españoles sacamos unas consecuencias provechosas para mejorar, con nuestros símbolos reforzados, la convivencia nacional. Después de este 11 de septiembre, adquirir conciencia nacional es una imitación de inconmensurables beneficios políticos. Una imitación que no ha de suponer, ni mucho menos, la beatería ciega por todo lo americano.
Por Manuel Jiménez de Parga
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