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Como niños en el paraíso

«QUÉ grande es el cine» alcanza las trescientas semanas de supervivencia heroica, que habrían sido ininterrumpidas de no haber mediado la intromisión cenagosa y mendruga de la política. El programa, que inició su andadura con los socialistas, fue cancelado por una señora o señorita llamada Mónica Ridruejo, amazona en sus ratos de asueto, que debió estimar que así complacía a los nuevos usufructuarios del Poder; pero el desaguisado no tardó en repararse, y José Luis Garci sigue saludando cada lunes a la cofradía cinéfila con su sonrisa asimétrica, como de truhán ilustrado, y sus ojillos que brillan con la lumbre del entusiasmo. Uno, que ha tenido la fortuna y el honor de arrimar el hombro en algunas emisiones del programa, quizá no sea la persona adecuada para ensayar aquí su panegírico; en cambio, sí puede dar fe de las muchas cartas agradecidas que ha recibido, sobre todo de jóvenes que aman el arte (no sólo el séptimo) y encuentran en el programa de Garci un oasis donde posar la mirada, exhausta de escrutar tanta zafiedad y basura. Aunque sólo fuera por esos jóvenes que en la noche de los lunes han descubierto la honda humanidad de John Ford, la voluptuosidad barroca de Von Stroheim o el severo misticismo de Dreyer merecería este programa el préstamo a fondo perdido de otras trescientas, o trescientas mil semanas en antena. En una televisión cada vez más asediada por la dictadura de las audiencias, «Qué grande es el cine» nos recuerda que existe una inmensa minoría que no abreva en los pesebres con que la televisión alimenta las pasiones más abyectas de su parroquia; una inmensa minoría que exige una televisión que sea alquimia del espíritu, aleación de inteligencia y sentimiento, y no sólo una chatarra propagandística y soez.

Los cinéfilos disfrutamos como niños en el paraíso con el programa de Garci, retozamos por los campos elíseos del celuloide y nos entregamos a ese sueño quizá utópico de quienes conciben la vida como una aventura bendecida por el arte. A quienes compartan esta poética vital quiero recomendar muy efusivamente la película anunciada para esta noche, la sublime «Les enfants du paradis», dirigida por el francés Marcel Carné. Les prevengo que su larguísimo metraje se estirará hasta las horas inhóspitas de la madrugada, así que procuren aprovisionarse de una cinta de vídeo, si no quieren llegar mañana al trabajo mecidos en esa burbuja de ensimismamiento y fascinación que indefectiblemente nos atrapa, tras contemplar las pantomimas del mítico Jean-Louis Barrault. «Les enfants du paradis» debe una parte nada exigua de su magia al guión milagroso de Jacques Prévert, en el que se funden el aroma del folletín romántico y la brisa despeinada de la poesía; la historia que nos cuenta encandilará a los amantes del teatro, a los amantes de la literatura, a los amantes del arte en general. No entraré aquí a desvelar el meollo de su argumento, tumultuoso de peripecias y muy vívido en la captación de tipos humanos, con interpretaciones llenas de delicadeza y contagiosa jovialidad; sí mencionaré el asunto de la película, que no es otro -¡ahí es nada!- que el amor considerado como motor de la pasión artística. Descubrí esta película en la adolescencia, y de inmediato la convertí en emblema de mi vocación; sólo deseo que, tras su pase por «Qué grande es el cine», otros adolescentes aturdidos como yo por el veneno del arte se incorporen a la religión del idealismo, que tiene abierta su sede en la luna, esa luna que ilumina con candorosa clandestinidad el idilio fugaz de Jean-Louis Barrault y la divina Arletty, y también los insomnios de los poetas en ciernes. No se pierdan «Les enfants du paradis»; cometerían un delito sin amnistía ni redención.

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