DE MAYORES
Uno tras otro, todos los estudiosos de Beethoven han señalado que la dificultad de la «Missa solemnis» es de orden superior. Y aún así, Philippe Herreweghe ha vuelto a Madrid, en compañía de sus instrumentistas y cantantes, hasta 35 años a su lado, para demostrarnos que el Everest también requiere de material bien engrasado. Es obvio que no es lo mismo tocar juntos que hacerlo a la vez, que siempre es desconcertante escuchar ataques faltos de simultaneidad, al viento retardado, una afinación perezosa en la cuerda o arribar al momento de «dar la paz» final en medio de un desorden impropio de tan elevado propósito. Y ya es pena porque en manos de Herreweghe, sus instrumentos antiguos y sus voces afrancesadas, tan prudentes ante el nervio del genio desdibujando el papel con su arrebatada y convulsa grafía, cabe siempre esperar refinamiento y serena amabilidad, mirar a lo alto. Incluso arcaísmo, o sea fidelidad, como la de ese esperanzador y tan distinto principio en el que todo fue esencialmente vertical. Pero el todo, y todavía algún quiebro del cuarteto solista, acabaron por demostrar que Beethoven y su «Missa» también pisaron la tierra.
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