Un entrenamiento que vale una semifinal
Todos los grandes éxitos de Rafael Nadal han sido erigidos a modo de pequeñas catedrales tenísticas. Nadie nunca le ha regalado nada. Ha tenido que ir poniendo piedra a piedra para construirse una

Todos los grandes éxitos de Rafael Nadal han sido erigidos a modo de pequeñas catedrales tenísticas. Nadie nunca le ha regalado nada. Ha tenido que ir poniendo piedra a piedra para construirse una pasarela hasta las distintas finales y títulos de su palmarés. Esta sensación de que la fuerza del mallorquín se afianza en el trabajo y la paciencia se agudiza en la arcilla.
Por eso, triunfos como el de ayer sobre Djokovic se agradecen. Que te abran con un abandono las puertas de las semifinales -contra el peligroso Ivan Ljubicic- con un gasto mínimo de energías es un regalo de los dioses.
El machaque en esta semana y media había resultado especialmente intenso para el mallorquín y de golpe un duelo que se suponía duro se convirtió, según su propia definición, «en un buen entrenamiento».
Sobre todo en el primer set. Empezó, según el guión de casi todos los partidos de Rafa, con un «break» en su cuenta. Lo malo es que también empieza a ser común que su rotura inicial vaya acompañada de otra adversa e inmediata. Le ocurrió con Mathieu, le pasó con Hewitt y lo repitió ayer. Esta vez lo arregló poniéndose de nuevo con un «break» arriba a partir del tercer juego. Con esa ventaja aseguró el set.
A Djokovic, con 19 años, le han augurado los sabios del tenis un futuro cercano y halagüeño entre los «top ten». Posee una derecha digna de tal consideración, pero por lo que respecta al resto de sus golpes y a su cabeza no merece que se arriesgue en esa apuesta.
El tenis de Rafa fue en constante progresión y rozaba la perfección en el 3-0 (dos «breaks» de ventaja) de la segunda manga. Le funcionaba el saque al manacorí, su derecha corría, los intercambios eran suyos y empezaba a gustarse. Además, iba bien de piernas y las dejadas de Djokovic (cero de cinco) le servían para entrenar los «sprints».
Todo pintaba de color de ocre, que en Roland Garros es el de las pistas y el de la felicidad, cuando el de Belgrado se acercó a la juez de silla para solicitar la presencia del masajista.
Provocó un asombro generalizado puesto que hasta ese momento no había realizado ni un gesto de dolor. Se quejaba de golpe de la espalda. Lo tendieron en el suelo. Lo retorcieron un rato y regresó al choque.
Ya nada fue lo mismo. Rafa se había ido. Su concentración se evaporó. Extraño en un ser que siempre ha mostrado la misma intensidad de la primera a la última bola. Inquieta porque no es la primera vez que le sucede aquí, aunque él prefiere no darle importancia: «Se ve que esta semana me toca, pero no me preocupa, creo que llego a la semifinal en mi mejor momento».
Le confundió que un «inválido» sacara a 205 km/h, pegara trallazos increíbles con su «drive» o corriera como un poseso. Y que sólo se lamentara de su «lesión» cuando cometía algún fallo.
El cuarto juego lo perdió Nadal en la cuarta bola de «break», mostrándose en general bastante torpe con el servicio y parapetándose muy atrás en la cancha, tanto que no llegó a tres dejadas de Djokovic, las tres únicas de las once que hizo con las que puntuó.
Al menos supo Nadal, pese a la pérdida de frescura y la empanada de ideas por la que se precipitó, mantener un resquicio de lucidez. Se refugió en la regularidad de sus golpes de fondo para salvaguardar el segundo set.
Comenzaba el tercero y con 15-30 para Rafa, cuando el serbio dio la segunda sorpresa del día. Se fue a la red para dar la mano al español. Debe ser una costumbre suya cada vez que actúa en la Central porque el año pasado hizo lo mismo en la segunda ronda ante Coria. Se rendía y le regalaba al de Manacor un inesperado tiempo de reposo.
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